Era nuestro M. Ward. Autor de delicadas piezas de orfebrería pop que parecían pertenecer a otra época. Ayer falleció a los 62 años.
Tenía un inagotable talento para el diseño de melodías esbeltas, exuberantes, delicadas. De las que rara vez podrían empatizar con un público masivo. Lo suyo era picar en la mina de los grandes clásicos. Tallar exquisitas miniaturas pop. Acabó harto de que dijeran de él que era un artista maldito o de culto. Y es lógico.
Pensar que pudiera despachar decenas de miles de discos es vivir en un país imaginario que no es el nuestro. Y no es una crítica: bendito idealismo (el de quienes lo pensaban, no el suyo), porque necesitamos de su quimérico anhelo para que nuestra realidad difumine los tonos grises y añade colorido a su paleta.
Juan Manuel Morilla Scarpa (1959-2022) era como un Ray Davies, un Van Dyke Parks, un Todd Rundgren del barrio de Pueblo Nuevo. Aunque yo lo veo más como a un M. Ward, porque sus canciones tenían esa cualidad como vintage, extraídas de una época lejana, plasmadas en esas tonalidades sepia que tan comunes son al músico norteamericano. Procedían de un extraño túnel del tiempo imaginario. Destilaban la inocencia de los paraísos perdidos. La pureza de los paisajes imaginados. La nostalgia de lo no vivido.
“Sus canciones destilaban la inocencia de los paraísos perdidos”.
Se había fogueado en la escena blues de la capital, pero acabó puliendo discos de pop tan exquisitos como My Devotion (Triquinoise/Hall Of fame, 1994), posiblemente su temprana cumbre, The Road Of Life Alone (Hall Of Fame, 1995), Las cosas cambian (Hall Of Fame, 2004) o Something Like That (Sunthunder Records, 2015), todos ellos agrupados, junto a otros dos -hasta completar seis álbumes- en una caja recopilatoria que tuvo a bien publicar su sello Hall Of Fame hace unos años, a un precio más que asequible.
Sus canciones desprendían un regusto otoñal, una amalgama de pop, vodevil, psicodelia y hasta algún bolero, que no casaba con ninguna de las modas que se sucedieron en la música popular española de las tres últimas décadas. Su clasicismo formal y estético no cuadraba con ningún revivalismo al uso, y eso también contribuye a explicar por qué fue un músico de minorías, ajeno a cualquier moda.
Eran trabajos que siempre daban abrigo. Confortaban. Deparaban mil y un recovecos en los que refugiarse. Al fin y al cabo, Malcolm Scarpa era un pequeño genio. Discreto, quizá incomprendido por muchos aunque venerado por una selecta minoría, incluidos algunos músicos (los componentes de Señor Mostaza o de The Jacquelines, formaciones que tocaron con él) que siempre le tuvieron en lo más alto de su peana. Su obra queda ahí: un manjar a cuyo descubrimiento nunca se llega tarde porque su dicha es plena y no caduca.