El barullo eurovisivo del Benidorm Fest, ya caducado, contrasta con el maltrato de San Remo 1967 a “Ciao amore, ciao”, que derivó en los suicidios de Luigi Tenco y, veinte años después, de Dalida. Luego fue un exitazo.
No sé si es muy buena idea empezar un artículo hablando de un suceso tan antiguo. De aquello solo se acordarán los más viejos del lugar. No en vano sucedió hace muchísimo tiempo, concretamente dos semanas. Me refiero al eurodrama, al barullo tremendo que se armó con el Benidorm Fest, cuando “SloMo”, la canción de la hispano cubana Chanel, fue elegida para representar a España en Eurovisión, por delante del trío de pandereteiras gallegas Tanxugueiras y de la cantante catalana Rigoberta Bandini.
Los más jóvenes no se acordarán, pero entonces, como cada semana, estuvo a punto de acabarse el mundo. Se produjo un aluvión de comentarios insultantes en las redes sociales. Se habló de cosas gravísimas, como un supuesto tongo. Algunos escritores y músicos ridiculizaron la letra de la canción ganadora. Ciertos políticos preguntaron qué había de lo suyo por allí. Y personas muy sensibles en temas de salud mental teclearon muy fuerte ataques personales dirigidos a la ganadora. Chanel, seguramente en uno de los días más felices e importantes de su vida, tuvo que cerrar su perfil en Twitter.
Hoy en día, en menos de un mes, se puede extinguir la especie humana media docena de veces. Es una media impresionante, si lo piensas. En los medios y en las redes todo es urgente, tremendo, trágico, un escándalo, una vergüenza. Yo fantaseo con una sección en la que se analicen noticias antiguas (y no hablo de efemérides de hace quince o veinte años; ni siquiera de noticias de hace seis meses; hablo de estudiar el lunes las crónicas y opiniones del jueves) para ver hasta qué punto todo lo que nos mantiene a diario al borde del abismo es poco más que humo. El tiempo es el mejor crítico pero también el cómico más mordaz.
“Las canciones siguen un camino errático, cambiante, explosivo, pastoreadas por el público que suele ser inapelable y arbitrario”.
Pero me estoy desviando. Yo quería hablar de la vida impensable de algunas canciones. Muchos compositores han dicho que las canciones son suyas hasta que las publican, luego pierden el control sobre ellas. Y en parte es cierto. Las canciones siguen un camino errático, cambiante, explosivo, pastoreadas por el público que suele ser inapelable y arbitrario.
Tras la visibilidad alcanzada por las finalistas del Benidorm Fest, cabe pensar que el nombre de la ganadora ya daba un poco igual, porque ninguna había perdido. Chanel va a ir a Eurovisión. Tanxugueiras van a salir de Galicia sin tener que marcharse. Rigoberta Bandini alquiló una parcela con opción de compra en el mainstream. Aquí se cumplió: lo importante era participar.
Me acordé de esta polémica eurovisiva tan remota al leer la historia de la canción “Ciao amore, ciao”, que recoge Nicola Lagioia en una de las novelas más asombrosas de los últimos años, La ciudad de los vivos (2022).
El libro es una crónica, una investigación real. Dos jóvenes romanos de treinta años, de buena familia, se lanzaron a una fiesta salvaje de drogas y alcohol durante varios días. En un momento inconcreto de su cronología demencial, contactaron con un chaval del extrarradio de Roma, Luca Varani, de veintitrés años. Aunque apenas lo conocían, le ofrecieron dinero a cambio de sexo. Después lo torturaron y lo mataron a puñaladas y martillazos. Lagioia intenta explicar lo que no tiene explicación.

Uno de los asesinos, Marco Prato, estaba obsesionado con la canción “Ciao amore, ciao”. Compuesta por el cantautor Luigi Tenco en 1967, tuvo varias versiones. Su pareja, la cantante Dalida, lo convenció para presentarla en el Festival de la Canción de San Remo. Pensó que allí podría tener una oportunidad. Se equivocaba. Ni el jurado popular la votó, ni la comisión de repesca la salvó.
Luigi Tenco recibió la mala noticia al despertarse en una mesa de billar, probablemente después de una buena borrachera. Desde allí volvió a su habitación de hotel, donde se disparó en la sien con una pistola. Junto al cuerpo, encontraron una nota de despedida.
Decía así: “He amado al público italiano y le he dedicado inútilmente cinco años de mi vida. Hago esto no porque esté cansado de la vida (todo lo contrario), sino como acto de protesta contra un público que lleva “Io, tu e le rose” a la final y una comisión que selecciona “La rivoluzione”. Espero que sirva para aclararle las ideas a alguien. Adiós. Luigi”.
Puestos a sobreactuar, me parece más honesto lo de Luigi Tenco que los comentarios de mierda en las redes sociales de tuiteros excitados y políticos alucinados.
“Puestos a sobreactuar, me parece más honesto lo de Luigi Tenco que los comentarios de mierda en las redes sociales de tuiteros excitados y políticos alucinados”.
Por supuesto, la historia de “Ciao amore, ciao” no se acaba ahí. Dos días después, había vendido ochenta mil copias. Un mes más tarde, Dalida fue a París para cantarla. En la habitación del hotel en el que se alojaba escribió tres cartas de despedida y se tomó una cantidad ingente de barbitúricos. Una camarera muy oportuna la salvó. Para entonces la canción ya había vendido trescientas mil copias.
Veinte años después, en 1987 y después de varios episodios depresivos, Dalida ingirió una dosis letal de barbitúricos. Esta vez sí consiguió su objetivo. Dejó una nota muy breve en la que escribió sencillamente: “Perdonadme, la vida me resulta insoportable”.
En 2016, treinta años más tarde del suicidio de Dalida, casi medio siglo después del de Luigi Tenco, y tras cometer un asesinato espantoso, Marco Prato se instaló en la quinta planta del hotel San Giusto de Roma. Pagó dos noches por adelantado. Allí se puso a escuchar “Ciao amore, ciao” en bucle y con el volumen de su iPhone 5 muy alto. Los clientes de las habitaciones vecinas empezaron a protestar. Prato vació cinco viales de somníferos, que mezcló con un licor típico en Italia, y dejó sonar la música. Los carabinieri llegaron al hotel sobre las nueve y media. “Es una canción de Luigi Tenco”, dijo uno de ellos al acercarse a la puerta. “En la versión de Dalida”, apuntó otro.
Después de tantas muertes, la canción estaba más viva que nunca. Julio Iglesias, que alguna vez compartió escenario con Dalida, cantó: “Al final, las obras quedan, las gentes se van”. Con “La vida sigue igual”, por cierto, Julio Iglesias ganó el Festival de la Canción de Benidorm, en 1969.
En 2022, mientras escribo esto, escucho “Ciao amore, ciao”, en la versión de Dalida, y también en la de Luigi Tenco, con gran emoción. Porque la vida de las canciones es imprevisible y va mucho más allá del resultado del Festival de San Remo, o del Benidorm Fest. No se acaba el mundo, no merece la pena suicidarse por ello, y ni siquiera ponerse histérico en las redes sociales.