
El músico y escritor Ricardo Lezón encara la quinta entrega de Las voces contadas con uno de los compañeros de profesión con quienes más sintonía tiene en los últimos tiempos: Ramón Rodríguez (Barcelona, 1976), el hombre detrás de The New Raemon y Madee.
Creo que era el año 2015, soy muy malo colocando los sucesos en sus años correspondientes. Vivía yo en mi añorada Noviales regentando La Casa Noroeste, aquel pequeño hotel en el que fui tan feliz y donde apenas había cobertura telefónica, o tal vez solo la había para las llamadas bonitas. El caso es que Ramón me llamó. Tan solo habíamos cruzado algunas palabras en algún festival sujetando un vaso de plástico y con estruendos de fondo, las suficientes para decirnos que nos gustaban nuestras respectivas canciones.
Ramón me llamó y me propuso hacer un disco juntos, y yo le dije que sí. Y a partir de ahí llego todo lo demás; Lluvia y truenos (2016) es el recuerdo sonoro y físico, pero no lo más importante. Conocí a un tipo verdadero, inquieto, seguro de lo que quiere y sobre todo de lo que no quiere. Brillante, talentoso y con una manera única de ver y explicar la vida. Aprendi muchas cosas de él, cosas que conservo y valoro como el primer día. Tambien nos reímos mucho y conversamos, porque Ramón es también un gran conversador, aunque sea con un Skype que va, viene y se queda colgado. Reunión imposible, se llama nuestra sala.
¿Qué haces ahora?. Yo soy como Tom Cruise en Minority Report (2002), pero sin ser tan guapo. Estoy sentado frente a un montón de cámaras y en cada una hay un proyecto. Es una manera de obligarme a trabajar, porque yo me distraigo fácil. A mí me dices, vamos a ver una de Stallone, y me voy. Ahora estoy con la trilogía de Madee y también voy a terminar la trilogía con David Cordero y Marc Clos, después haré el siguiente de The New Raemon y después ya estaré saturado, supongo.
Me da envidia sana esa manera de planear las cosas, de colocarlas en el futuro y después ser capaz de llevarlas a cabo. Yo no soy capaz. La mejor manera de saber que no voy a hacer algo es planearla. No es que me distraiga con una peli de Stallone, es que puedo quedarme mirando al horizonte. Bueno, tú eres mas de Haneke, me ataca riéndose. Yo soy muy ecléctico, me gusta Haneke tanto como Sam Raimi. Hay momentos para todo. También en la música. Y a mí me gusta Perales y no soy muy de Haneke. En realidad nada de Haneke, soy mas de El jardinero fiel (2005) y The Rider (2017).

Intento no tener prejuicios, tengo mis filtros. Eso sí, sé detectar cuando algo no me interesa, y normalmente es porque obedece al deseo de fama, de atención o de ser el primero, y entonces me deja de interesar. Me gustan las cosas que no se toman mucho en serio pero que buscan lo artístico y emocional, da igual desde dónde, desde el mainstream o donde sea. En la música es igual, de hecho lo estoy experimentando en mí mismo, los últimos años estoy intentando tocar menos, y si pudiera ni tocaría porque no es subirme a un escenario a que me aplaudan lo que me mueve, a mí lo que me mueve es el hecho de inventarte algo de la nada, de buscarle una belleza a algo que tú estas haciendo.
Estoy huyendo básicamente de toda esta tiranía estética que domina ahora, ese admirar más el escaparate que el mensaje. Todo lo que se está proyectando ahora hacia el público joven lo veo muy tóxico y dañino. Se está dando mucho volumen a una superficialidad y a unas estéticas muy peligrosas. Los niños ya tienen Ipad y me asusta lo que se les muestra y ellos ven desde tan jóvenes. No sé cómo hemos llegado hasta aquí, pero bueno, yo estoy huyendo de todo esto. No me da miedo envejecer, ni física ni ni artísticamente. Es la eterna lucha contra la realidad, quizás somos nosotros quienes nos hemos quedado atrás o fuera, y la duda es si huir o luchar. Quizás en este caso huir sea la mejor forma de luchar.
“Estoy huyendo básicamente de toda esta tiranía estética que domina ahora, ese admirar más el escaparate que el mensaje”.
Para mí es muy importante el escenario en el que voy a cantar, y lo que si estoy intentando hacer es no tocar en según que escenarios, ni festivales, ni en bares donde la gente esté hablando o cenando o donde haya una marca que yo no he decidido. Son cosas que he tenido que hacer muchas veces por motivos diversos y ya no quiero, por resaca de todo eso y porque no quiero seguir teniendo la sensación de que la gente no se da cuenta de la cantidad de energía vital que nos dejamos en el escenario. Por todo esto he decidido elegir yo dónde ir y dónde dejar esa energía. Yo me siento cómodo en lugares donde hay una cierta liturgia, donde hay atención y silencio, donde hay magia. A mí lo que me gusta es interpretar, salir de mí mismo, meterte en la canción, en la voz, que pasen cosas en el escenario. En la gira que estoy haciendo con Paula Bonet por teatros está pasando esto, y ahí soy feliz.
Hablamos de escenarios, dentro y fuera. De energías y sensaciones encontradas. Después de mucho tiempo yo he conseguido construirme un refugio interior en los escenarios que me protegen un poco de algunas de esas cosas, pero no de la energía que el público me devuelva. Cuando se dan las condiciones, yo disfruto totalmente. Salgo de mÍ mismo y me siento como si estuviese en lo alto de una montaña y no hubiese nadie más.
Y nos liamos a hablar de lo que hacemos y de por qué lo hacemos, como en aquel capítulo de Band of Brothers, “¿Por qué combatimos?”. Hacer canciones me reafirma como ser humano. Tú haces algo para ti, y de pronto eso hace bien a alguien que se te acerca y te lo dice. Eso lo es todo. Alda Merini, con quien estoy fascinado últimamente, dice que somos traficantes de mercancía emocional. Eso me gusta.

Hacer canciones nos ayuda a vivir y da sentido a muchas cosas, y se lo quita a otras no menos importantes. Einstein decía que la inmortalidad esta en las cosas que dejamos hechas. Pensar en que las canciones quedarán me hace sentirme bien, al igual que cada cual en su oficio, porque escribir canciones es un oficio como otro cualquiera, con un difícil tránsito de lo personal a lo laboral, eso sí, pero un oficio. Yo trabajo con las emociones. Tuve una especie de epifanía cuando me puse a escribir Libre Asociación (2011) y decidí convertir mis letras en algo más universal para que todo el mundo pudiese conectar con ellas de otra manera. Quise dar una visión de nosotros como especie, de lo que hemos construido y cómo lo hemos construido, y de cómo nos afecta emocionalmente.
A partir de Coplas del andar torcido (2020) yo encuentro un acercamiento a algo más poético y se lo digo: me da la impresión de un Ramon más relajado, más feliz. Cuando grabamos Lluvia y truenos (2016), cada uno estábamos en nuestro mundo, y el resultado fue la mezcla de esos dos estados de ánimo que se parecían en el mar de fondo pero se manifestaban de forma diferente. Hace algún tiempo aprendí a leer poesía. Es algo que conlleva un cierto esfuerzo, atención y paciencia. Y ahora se refleja en lo que escribo. Trato de ponerle nombre a los males que me aquejan más que a tratar de explicarlos, a contar cosas hermosas sin ahorrarme los grises, porque sin ellos las cosas no se comprenden. Perder es importante: nunca hay que olvidarse de lo que ha costado cuando ganas.
Perder y ganar me lleva a contarle anécdotas de mis lejanos tiempos de tenista. Los mejores recuerdos que tengo no tienen que ver con la victoria ni con la derrota, nunca encontré la felicidad prometida en la victoria ni la tristeza segura de la derrota, sí la belleza en un buen partido. Lo importante es la experiencia, el camino. La música tiene un valor real, humano. Somos dos dinosaurios caminando por caminos paralelos.
“Tras un concierto en Madrid se me acercó una persona para contarme lo contento que estaba de poder hablar conmigo porque a su mujer, que había fallecido hacía poco tiempo, le hacían feliz mis canciones. Fue mi mejor noche allí”
Hablamos de mil cosas más. De Joseph Campbell y la mística, de ruinas, de Oliver Sacks, de Los Cretinos (1980), de Roald Dahl, que es el primer libro que se leyó de niño y que tanto le marcó. De amigos comunes, de conciertos que dimos, de una noche que nos fumamos un porro en Sabadell y pusimos el universo en orden, y de las ganas que tenemos de volver a vernos pronto.
Una noche en Madrid salí por Malasaña con mi amigo Jeremy Enigk, fuimos de bares y en uno de ellos nos encontramos con algunos conocidos con los que nos quedamos. En un momento dado salí a la calle a fumar. Al cabo de un rato, una de las personas que estaban en el bar con nosotros salió y se me acercó para contarme lo contento que estaba de poder hablar conmigo porque a su mujer, que había fallecido hacía poco tiempo, le hacían feliz mis canciones. Fue mi mejor noche en Madrid.
