Arantxa Iranzo te acerca la actualidad en su newsletter, esta vez marcada por las celebraciones del Día de la Mujer de la semana pasada.
In Spain We Call It… igualdad.
La semana pasada, las manifestaciones por el 8-M midieron su fuerza de nuevo en las calles de veinte ciudades españolas tras dos insípidos y claustrofóbicos años de pandemia, con miles de feministas reivindicando la lucha por la igualdad en la diversidad.
Marcando esta jornada histórica para el feminismo, un tema que afortunadamente se está convirtiendo en cada vez más imprescindible en nuestras agendas, nuestra educación social y en los medios de comunicación, pudimos escuchar cómo el “Ay, Mamá” de Rigoberta Bandini, como no podía ser de otra manera, ya se había instaurado como himno popular en la gran mayoría de las marchas, a coro de “no sé por qué dan tanto miedo nuestras tetas”.
Inevitablemente, y pese a que la canción de la barcelonesa no haya sido elegida para representarnos en la rancia Eurovisión, como recordamos, la trascendencia que Bandini ha alcanzado desde entonces ha ido incluso más allá, irónicamente, y está más viva que nunca para esta generación. Salía también a debate en prensa una cuestión que Rigo verbalizaba y planteaba en su canción: Las maternidades feministas. ¿Son las madres hoy día todavía propensas a tener “siempre caldo en la nevera”? ¿O son más de tetrabrik Aneto, y “malas madres de Nutella”, como bromeaba la periodista Ana Pastor en este interesantísimo artículo por Mariola Cubells?
1. 🤰 ¿Es ser madre mediocre un derecho?
Rotundamente. Hete aquí la gran pregunta para deshojar la margarita del marzo eterno que debería darse a diario. En pleno 2022, ¿se les permite a las madres ser mediocres? Ya, sí, ¿pero se les permite realmente unir las palabras “madre” y “creativa”, o “madre” e “independiente” por ejemplo, en la misma frase, sin un ápice de culpa y responsabilidad o cejas arqueadas masculinas -y ojo, femeninas- alrededor?
Nuestro prototipo materno común, hasta más o menos los años noventa -añada de Rigoberta Bandini- consistía en una figura eternamente consagrada a nuestro bienestar, que nos “desenredaba el pelo” hasta bien crecidas y crecidos, que tenía las croquetas preparadas y ese nutritivo caldo, por supuesto, desengrasándose en la nevera desde la noche anterior, y que su vida entera y máxima prioridad era volcarse en nuestro crecimiento y cuidados: un modelo de maternidad mediterránea que, hasta hace no mucho, renunciaba silenciosamente a una vida propia, y que estaba plenamente entregada y resignada al ambiente familiar y que, no nos olvidemos, era casi su único modo viable.

El eco de creencias encorsetadas del pasado, con sendas declaraciones de concienciación femenina como las que podía soltar alegremente Pilar Primo de Rivera en su día.
Por ejemplo, solían coincidir en lo siguiente: “Las mujeres nunca descubren nada. Les falta, desde luego, el talento creador, reservado por Dios para inteligencias varoniles; la mujer tiene obligación de saber todo lo que podríamos llamar parte femenina de la vida: la ciencia doméstica es quizá su ‘bachillerato”.
Dudas que aún nos golpean, inconscientemente, seamos madres aún o no. El símbolo de “Ay, Mamá” de las tiernas madres con caldo en la nevera (metáfora del amor incondicional) salpica en nuestro imaginario de lo correcto e incorrecto dentro del universo de la crianza y el paisaje doméstico actual. No obstante, ese puchero humeante ha ido evolucionando en guisos más viajeros, menos sacrificados, igualmente agradecidos: sin ánimo de ganar pulsos con las buenas madres del pasado, el modelo vigente persigue una presencia materna alejada del arquetipo patriarcal, construyendo un mundo emocional propio, aparte del familiar, y por el que los niños de esta generación puedan igualmente sentirse orgullosos admirando un nuevo referente de independencia. La importancia de las “malas madres”, así como los padres que también hacen caldo casero, es el objetivo de la igualdad en casa.
2. ❤️🩹 Por qué murió la mamá de Bambi

El estudio de las madres en la ficción va literalmente más allá de lo apasionante en su reflejo en la sociedad. La historia del cine muestra una parte extrañamente sorprendente en cuanto a arquetipos maternos se refiere: desde su inexistencia a su toxicidad protectora o, finalmente, su salubridad. ¿Quién mejor, claro está, que las influencia de las películas de Walt Disney, para empezar con nuestras primeras experiencias cinematográficas?
Partiendo del hecho de que Disney arrastró un trauma familiar toda su vida (su madre, Flora, murió en un trágico accidente doméstico por el que siempre se sintió responsable), y según los críticos (y leyendo entre líneas la propia biografía de Walt, “How to Be Like Walt: Capturing the Disney Magic Every Day of Your Life“), las razones por las que las Madres Disney brillan por su ausencia tuvieron mucho que ver con dicho trágico suceso.
Sin darnos cuenta, pasamos por alto que los queridos personajes de nuestra infancia (con fechas entre 1938-1992 aproximadamente), como Blancanieves, Bambi, la Cenicienta, La Bella y La Bestia, La Sirenita, Pocahontas o Aladdin, (entre muchas más) carecían de referente materno, por muerte, o directamente, ni se llegaban a tomar la molestia en mencionarlas.
Sin olvidar, obviamente, que las alternativas en cuestión, eran horrendas y celosas madrastras que sólo querían acabar con sus protas femeninas huérfanas.
Otro de los motivos por los que dichas madres eran simplemente borradas del mapa, se reducía a que el objetivo principal del mundo Disney —además de esa odiosa búsqueda romántica infatigable del Happy Ending (el mayor mal de brainwashing romántico de nuestra era)— era dar la enseñanza de, simplemente, “crecer”: aceptar la responsabilidad de no tener más remedio que enfrentarte al mundo y aprender a valerte por ti misma/o.
Con el tiempo y la entrada en escena de Pixar, los referentes femeninos evolucionaron para volverse más reales y sanos, aunque sobretodo, presentes: las encontramos en películas como Los Increíbles, Inside Out, Moana, Brave, Encanto, o incluso Frozen, con una protagonista, Elsa, que asume el papel de Reina y madre de su hermana al morir sus dos padres, y que verbaliza al fin las primeras palabras contemporizadoras en el mundo de las princesas que realmente sirvieron de algo: “No puedes casarte con un hombre al que acabas de conocer”.
Verdades tardías y tan frías como el hielo en el que reposa el viejo Walt, para congelar la arcaica representación de lo que una mujer, princesa, guerrera o feliz viandante, deba conocer de sí misma para encontrar su lugar en el mundo real.
3. ✊ Las mujeres no son un género musical
Pero sí (#BreakTheBias) son colegas del gremio musical a cualquier escala. Las artistas femeninas no se amontonan todas juntas dentro una casilla única junto a la de casilla universal del folk, o la del metal, el jazz o el house. Como si la música hecha por mujeres fuera una etiqueta genérica que se limitara a agrupar a todo tipo de subgéneros dentro de una sola, siempre y exclusivamente de índole femenina.
Resulta aún algo casi inevitable, como comentábamos en “Diez discos de mujeres que rompieron moldes” artículo recientemente publicado en ¡Mússica!, que todavía hoy día nos paremos a comparar álbumes femeninos entre sí, en lugar de ponerlos exactamente al mismo nivel de cualquier otro álbum escrito por un hombre.
Cansadas de la paridad que tarda en llegar, no obstante, la música insiste en ser un terreno bien sembrado en la vanguardia para hacer esperar el cambio con fuerza. Y ya evidenciamos los primeros brotes.

Hoy día, las listas de hits musicales se llenan cada vez de más nombres de mujeres, a diferencia de cuán escasos eran los nombres femeninos que conseguían colarse entre los mejores álbumes del año hace más de cuarenta años. Destacamos y celebramos ejemplos hasta hoy de obras maestras con voz y pluma femenina que lograron ser un ejemplo de transgresión en la historia de la música, independientemente del género: álbumes como el memorable Tapestry (Ode, 1971) de la cantautora y brillante pianista Carole King, que impuso y disfrutó de su independencia como artista emancipada desde ese momento; también, el debut de Patti Smith con Horses (1975, Arista), con su andrógina y retadora portada: un disco referente del punk con letras punzantes que rezumaban libertad y confianza femeninas a gritos desafinados, como cantaba en “Gloria”: “Jesús murió por los pecados de alguien pero no por los míos […] mis pecados, los míos propios, me pertenecen a mí, a MÍ”.
Por otro lado, ¿qué podemos aún opinar de Madonna y su provocador Like a Virgin (Warner, 1984), uno de los más vendidos de la historia? Exuberancia y autonomía creativa a espuertas, y mientras muchos la consideraban -y consideran aún- producto del marketing, su trono no ha caído después de más de treinta años de carrera, explorando desde el pop electrónico y el dance hasta convertirse en el modelo de reinvención a seguir más indeleble de artistas como Britney Spears, Christina Aguilera o Lady Gaga. Sigue las pistas de otros discos decisivos en el legado (simplemente) musical, aquí.
4. 👩👧 Jane por Charlotte
Retratos fílmicos de una madre no sólo famosa, sino icónica. La hija a través del espejo de cristal, la intimidante madre a través de la lente, un reencuentro, y la sanación tras una vida que, pese a la fama, no fue siempre un jardín de rosas: Jane par Charlotte (pronto en cines y el 6 de Mayo en Filmin), el nuevo documental de la actriz y cantante Charlotte Gainsbourg (Melancholia, Nymphomaniac), comienza con sus propias palabras, confesando: “Grabarte es casi una excusa para observarte”.
Pero esa excusa, tal y como ella revela, iba más allá de observar y entender a su madre, sino para entenderse a sí misma: la hija de una de las parejas artísticas más de moda en los setenta, el fruto de la apasionada unión entre el explícito enfant terrible Serge Gainsbourg (uno de los estandartes de la chanson francesa, que murió en el 91), y la bellísima actriz británica Jane Birkin, también bandera del Swinging London de los años sesenta.
Este retrato debut, que como todas las cosas complejas y conmovedoras de la vida, suelen comenzar de un modo accidental, le llevó a Charlotte cuatro años de filmar. No encontraremos precisamente un “le gossip” familiar en él con datos escabrosos de su provocador progenitor como hilo conductor, sino un documental donde la intimidad —sin azucarados sentimentalismos— accede a una compleja aunque bella visión de su vida familiar, y también a un retrato sobre el paso del tiempo, recién cumplidos los cincuenta de Charlotte y su madre los 75: “Para una intérprete es muy difícil envejecer. Quería a mi madre hoy. Su edad, su sufrimiento, las cosas por las que ha pasado, la pérdida de una hija, la ausencia, la enfermedad, su humor, su excentricidad, lo increíble que es como mujer”.
Si aún nos faltaban motivos para cerrar debidamente una experiencia que resuene con nuestra conexión maternal en todas sus aristas, éste es un enésimo buen ejemplo. Como bien deduce Charlotte, entender a tu madre no sirve nada más que “para poder crecer”. Feliz marzo, todos los días.

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