En un mundo hipercapitalista, hiperconectado y marcado por el poder de la imagen, el posibilismo de un buen gesto se antoja más eficaz que un plante destinado al fracaso ya desde antes de nacer.
Hay que reclamar respeto para todo el mundo, por supuesto. Todos podemos poner nuestro granito de arena. Cada pequeño gesto, cuenta. Nuestra voluntad como colectivo es la suma de todas nuestras voluntades individuales. La responsabilidad empieza por uno mismo. Y no encender el televisor para ver ni un minuto de un campeonato de fútbol organizado en un país que no respeta los más elementales derechos humanos es una opción perfectamente loable.
Pero hay dos cosas en todo este asunto que tampoco deberíamos dejar pasar por alto. En primer lugar, que ese boicot apenas sirve de nada si no es abrumadoramente masivo. Y quizá ni así. Y tampoco lo va a ser, ni en el mejor de nuestros sueños. Y en segundo lugar, que pensar que todas y cada una de las selecciones en liza se van a auto boicotear luciendo brazaletes arco iris (LGTBI+) para así provocar su eliminación por acumulación de tarjetas amarillas es algo tan bonito como un unicornio con la crin de colores relinchando mientras surca feliz el cielo sobre nuestras cabezas. Precioso y utópico.
No es la primera vez que se celebra un Mundial de fútbol en un país regido por un régimen execrable. Ocurrió en la Argentina de Videla. También en la Rusia de Putin, hace solo cuatro años. Tampoco es la primera ocasión en que un gran evento deportivo divide a medio mundo: en la Olimpiada de Moscú no participó ningún deportista estadounidense, y cuatro años después fueron todos los atletas del bloque soviético quienes dieron plantón a Los Ángeles’84. La guerra fría dejaba media competición mutilada. Todos lo vimos por la tele y no se hundió el mundo. Por no hablar del pleistoceno: los Juegos Olímpicos presididos por Hitler en 1936.

Que todo eso haya ocurrido hace años no hace menos despreciable lo ocurrido en Qatar, donde (sin ir más lejos) murieron miles de personas en la construcción de los estadios donde se celebra la competición. Pero en un mundo tan hiperconectado, globalizado, absolutamente mediatizado por un capitalismo implacable y marcado por el poderío icónico de la imagen, el posibilismo se antoja como la única opción de que las cosas vayan cambiando. Aunque sea poco a poco.
¿Recordáis el puño en alto (con guante negro) de Tommie Smith y John Carlos mientras recibían sus medallas en las Olimpiadas de 1968? El gesto de los dos atletas afroamericanos no acabó (obviamente) con el racismo. Pero hoy en día, más de cincuenta años después, todo el mundo considera aquella una imagen profundamente simbólica, que sirvió para concienciar a mucha gente de fuera de los EE.UU. de aquel problema estructural con el mismo vigor que cualquier discurso de Martin Luther King.
Si el Mundial de Qatar no hubiera existido, si ni siquiera se hubiera celebrado, el problema de fondo hubiera sido el mismo. Seguiría sin el menor atisbo de solución. Por eso tienen tanto valor los gestos de los futbolistas ingleses hincando la rodilla en el césped contra el racismo, o la negativa de los iraníes a cantar su himno como protesta contra la situación que viven las mujeres en su país, o la mano de los jugadores alemanes tapándose la boca para indicar que no se les permite llevar ese brazalete arco iris que su portero se empeña en lucir, y que tanto ayudaría a normalizar un ámbito profesional tan homófobo como el del fútbol profesional, en el que nadie se atreve a salir de ningún armario.

¿Son todos estos gestos unos bonitos brindis a sol? Así lo ven los más cínicos. Los que están de vuelta de todo. Pero ya que el Mundial se iba a celebrar igual, hiciéramos lo que hiciéramos (seamos realistas), esta clase de imágenes tienen un gran valor simbólico. Y solo llevamos cinco días de competición: seguramente vengan muchas más y el goteo sea incesante. Algo permeará. Algo quedará, seguro. De momento, Dinamarca ya está diciendo que podría abandonar la FIFA (como si la UEFA fuera más razonable). Parece increíble, más que improbable, pero alguien tendrá que empezar a ponerle el cascabel a ese gato.
Exigirse a uno mismo el boicot al Mundial dejando de consumir ninguno de sus contenidos podría también llevar a preguntarnos si mantenemos el listón en todos y cada uno de nuestros actos. ¿Dejamos también de comprar ropa en tiendas cuyas prendas se confeccionan explotando a los niños de países pobres? ¿Dejamos de pedir comida a través de plataformas de delivery que explotan a sus empleados con condiciones laborales deplorables que incluso conculcan la ley? ¿Hacemos la cobra a cualquier empresa que contamina más de la cuenta e incumple los mínimos de sostenibilidad? ¿Rompemos nuestro carnet de socio de nuestro club de fútbol porque está en manos de un jeque árabe?
Sin exculpar a nadie: todo esto se responde por sí solo.
