El cariño no es obligatorio, es imposible forzarlo o disfrazarlo. No cuesta, simplemente brota cuando brota para desbordarnos. ¿Quién puede detener o frenar su cariño? Y ahí es donde celebra su fiesta: en su brotar sin aviso, sin invitaciones, sin invitados ni anfitriones, sin hora de entrada y salida.
“La idea de que todos los días deberían ser festivos me pareció un descubrimiento maravilloso”, escribió Hemingway en su libro París era una fiesta (1964). Aquel descubrimiento floreció en sus caminatas por los muelles del Sena, sus lecturas en su café favorito, Le Closerie des Lilas, contemplando las pinturas de Cezanne con el estomago vacío, comiendo, enseñando a Scott Fitzgerald a beber vino a morro o apostando sus escasos ahorros en las carreras de caballos. Y todo eso despojado de ninguna otra obligación que la de vivir, sin más horizonte que el cuaderno y el lápiz al que decía pertenecer, sin horarios, sin plazos, escribiendo cuentos que no leía nadie, perdiendo la noción del tiempo hasta el punto de que hasta la primavera le pillara desprevenido. Nada hay mas preciado, aunque se olvide con una facilidad asombrosa, que el tiempo. El tiempo convertido en presente y en horizonte, el tiempo vacío esperando a que lo rellenemos con todo lo que nos acerque a la armonía con lo que somos y deseamos. La armonía, que es el portal de la felicidad.
La palabra fiesta, según el diccionario de la Real Academia de la Lengua, contiene una variedad de acepciones en las que se mezclan palabras como descanso, alegría, reunión, celebración, disfrute, regocijo e incluso cariño, que de todas es la que mas me gusta, quizás porque en el cariño caben todas las demás. Con él se celebra el amor de la manera mas clara, que es demostrándolo. Se disfruta del amor recibido y del entregado, está la diversión y la alegría de saberse cuidado y querido, la reunión de quien lo da y de quien lo recibe, que, sin dejar de ser una reunión, en sanas ocasiones es uno a si mismo. En fin, que cariño y fiesta es el maridaje que más me convence.
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