El entorno de Chanel supo leer un contexto que la mayoría del público no vio, y lo hizo atendiendo a un festival en el que, como en cualquier otro aspecto de la vida, también importa la política.
En la vida hay que saber reconocer cuando uno se equivoca. O cuando no sabe ver el cuadro completo. Cuando le falta contexto para juzgar. Hace solo tres meses nos hacíamos cruces ante lo que considerábamos otro (el enésimo) disparo en el pie por parte de la delegación española de Eurovisión: la elección de Chanel como representante en Turín. El jurado la eligió en contra del voto mayoritario del público, menos de un 4% de la gente que votó de forma telemática.
Su tercer puesto del sábado, que bien podría haber sido un segundo (a solo seis puntos del cargante Sam Ryder, representante de Reino Unido) de no haber mediado una guerra en Ucrania, les ha dado la razón. Porque al igual que una canción tan aparentemente intrascendente como «Chicken Teriyaki» no se entiende del todo sin escucharla en la secuencia completa de cortes que forman el Motomami (Sony, 2022) de Rosalía, tampoco la actuación de la cubano-española cobra su dimensión real hasta que no se enmarca entre las otras 24 canciones y sus correspondientes puestas en escena.
Lo que Chanel y los suyos ofertaron es lo que cabía esperar de una noche así: una estupenda coreografía cuando prácticamente nadie la puso en liza, una estética hispana sin demasiadas estridencias (las chaquetas toreras) y una canción de sonoridad latina que perfectamente podría haberse registrado en Puerto Rico, por textura y por texto, pero que fuera de nuestras fronteras será fácil que cualquiera identifique con nosotros. Más aún cuando la brisa caribeña brilla por su ausencia en Eurovisión. Eso es así, nos guste más o menos.
La canción es ramplona, sí. La letra, inane. Pero no más que cualquiera de las que concurren. Se trata de un excelente cuerpo de baile acostumbrado al pico y la pala. Un puñado de currantes del escenario al servicio de una canción medianamente resultona. Suficiente para despuntar entre tanto imitador lánguido y llorón de Sam Smith, tanta trascendencia intensita y tanto folclore mezclado con electrónica. Y también contaba con los tres traseros más vistosos de la noche, para redondear: no nos engañemos. Todo suma.
¿Hubiera ido mejor con las Tanxugueiras? La respuesta es el penúltimo puesto para los bretones Alvan & Ahez, su equivalente francés. ¿Y con el alegato feminista light de Rigoberta Bandini? Es más que dudoso.
Todas estas son consideraciones a toro pasado, por supuesto. Porque quien firma este texto no hubiera dado un duro por Chanel, y alucinaba en cuatricomía hace solo una semana con su inclusión en el Top 5 de las apuestas. Pero todo necesita un contexto. No podemos prescindir de él. Y la delegación de Eva Mora ha sabido leerlo.
El voto del público no solo está sobrecargado de razón y ecuanimidad cuando coincide con nuestro criterio: recordemos lo de Rodolfo Chikilicuatre. Sí, era otra época, cuando Eurovisión había tocado techo (o suelo) como epítome del frikismo. Hay quien ya esboza un paralelismo entre el fundamentalismo de quienes se indignaron con el Benidorm Fest y esa nueva (y vieja) izquierda incapaz de leer la calle.
Porque esa es otra: Eurovisión también es política. ¿De qué nos extrañamos? Todo en la vida lo es. Hasta la abstención es uno de los actos más significativamente políticos, aunque sea por omisión. Aunque se pretenda apolítico. Estaba cantado que Ucrania arrasaría en el voto del público, porque además de lo que está sufriendo, contaba con una canción que encarna su tradición (estribillo, instrumentación, letra, melodía, vestimenta) al mismo tiempo que sus ganas de abrirse al mundo más occidental (el lenguaje universal del rap). Por eso los vecinos bien (o mal) avenidos siguen votándose entre ellos: Portugal con España; Polonia, Lituania o Moldavia con Ucrania; Eslovenia con Italia; Finlandia con Suecia; Croacia con Serbia. Y así, en serie. Nada nuevo.
Eurovisión es espectáculo, entretenimiento, geopolítica, proyección de identidades. Estridencia y topicazos, también. Cachondeo. Risas. Ligereza. Y ganas de ganar por parte de quienes concursan. Claro que sí. Quien quiera descubrir sonidos nuevos, excitantes, arriesgados, rompedores, sabe perfectamente donde buscarlos. Y no son entretenimientos excluyentes, ni mucho menos. Además, al menos Italia -como anfitriona- se marcó unos bonitos minutos de tributo a su rica tradición, con el público cantando con Laura Pausini el «Volare» de Domenico Modugno y una dignísima Cigliola Cinquetti restaurando «Non ho l’età» a sus 74 años. Aunque, sobre eso, apenas se vaya a hablar.