
El celebrado documental dirigido por el ideólogo de The Roots restaura la relevancia histórica de un festival de música negra sin apenas parangón, oscurecido por Woodstock y la llegada del hombre a la luna en 1969.
1969 fue el año en el que los negros y las negras empezaron a llamarse negros y negras, y no personas “de color”. El término “black” dejó de tener connotaciones peyorativas, asumió plenamente su naturaleza y arrinconó al melindroso modismo “negro”. Lo dice la periodista Charlayne Hunter-Gault durante el metraje de Summer of Soul (…Or, When the Revolution Could Not Be Televised), el extraordinario documental que ha dirigido Ahmir Questlove, batería de The Roots e hiperactivo activista cultural, y que rescata cincuenta años después la histórica grabación del festival cultural de Harlem de 1969.
Por allí pasaron 300.000 personas en varios días de conciertos, durante el mismo verano en el que 400.000 almas se congregaban en el célebre Woodstock, a solo 160 kilómetros. La diferencia de público no es determinante, ni mucho menos, tampoco (obviamente) la de kilómetros, pero Woodstock pasó a la historia con todos los honores, mientras lo que se celebró en el Mount Morris Park del barrio de Harlem fue completamente olvidado. Y así hasta el día de hoy.
Nadie quiso nunca apostar por recuperar todas esas cintas y conformar con ellas un documental. Teniendo en cuenta quiénes habían sido sus cabezas de cartel, músicos como Nina Simone, B.B. King, Stevie Wonder, Sly & The Family Stone, Mahalia Jackson, The Staple Singers, Gladys Knight & The Pips, David Ruffin o The 5th Dimension, no interesaba.
La Motown (bien representada durante aquellos días de música en directo) podía llevar años vendiendo discos como rosquillas, pero nadie le veía sentido ni viabilidad comercial a un documental cinematográfico sobre un evento con estrellas de la música negra, por muy de primera magnitud que fueran, menos aún cuando desde un principio había un problema de derechos de imagen con algunos de los artistas.
Un sótano albergó todo ese metraje, filmado por Hal Tulchin (quien murió en 2017, con noventa años, y no ha podido ver plasmado todo esto), de un valor incalculable, durante cinco décadas. Cincuenta años criando polvo. Un sinsentido. Hasta ahora.

La imágenes y el sonido de aquellas actuaciones desprenden tal vigor que se salen, literalmente, de la pantalla. Es un material arrollador. Fotogramas de un poder volcánico. De los que le dejan a uno impávido en la butaca. De una pieza. Expresión más pura del ardor genuino de la mejor música soul, pero también del funk, del blues, del rock psicodélico y de los ritmos latinos: la diversidad estilística de su cartel era lo suficientemente rica como para atraer no solo al público afroamericano, sino también al cubano o al puertorriqueño. También al blanco, por supuesto, aunque localizar cualquier piel pálida entre su público a lo largo de la película sea lo más parecido al juego de encontrar a Wally trasladado a la gran pantalla. Mongo Santamaría, Ray Barretto y un insólito solo de batería de un jovencísimo Stevie Wonder, con solo 19 años, se llevan algunos de los más sonados aplausos: querencia lógica, teniendo en cuenta que Questlove es percusionista.
La película, que convenció sin reservas en el último Sundance, y tiene distribución ahora mismo en los cines de nuestro país a través de Searchlight (Disney), muestra un encomiable equilibrio entre los testimonios de los músicos y de parte del público asistente (la mayoría eran niños o adolescentes entonces, hoy ya sexagenarios) y la plasmación visual de los conciertos. El festival cultural de Harlem, el llamado Woodstock negro (aunque ese apelativo se lo adjudicó siempre hasta ahora el Wattstax, celebrado en 1972) fue mucho más que un reguero de actuaciones musicales: la escenificación del orgullo racial y cultural de una comunidad negra baqueteada tras las muertes sucesivas de John F. Kennedy, Malcolm X y Martin Luther King, sometida al diezmo de Vietnam, dividida entre quienes abogaban por la vía violenta y la pacífica y con la misma problemática por distintas que fueran las ciudades, porque ante el vecindario de Harlem también actuaron músicos llegados de California o Detroit que podrían describir el mismo fermento social. El mismo fin de semana el Apolo 11 dejaba a Neil Armstrong a los pies de la luna, pero con las cotas de paro, pobreza y drogadicción que mediaban en barriadas como Harlem, nada podía importarle menos a sus vecinos. El dispendio les parecía obsceno. Ni esa ni la de Vietnam eran su guerra.
La plenitud escénica que muestran los músicos, prácticamente todos en la cúspide de sus potencialidades creativas, hace de Summer of Soul un artefacto arrollador. Una auténtica bomba de relojería, por muy retardada que resulte (cinco décadas es una vida entera) su explosión, que supone un acto de justicia por lo que supone de restauración de lo que muchos ya califican, con razón, como uno de los mejores conciertos nunca filmados. Una imprescindible celebración de la vida en una encrucijada histórica que, visto lo visto durante este último año y medio, sigue sin resolver todos sus flecos.