
El diseñador británico Chris Bigg ideó en 1991 un logotipo, mezcla de ciencia ficción vintage y estética motera norteamericana, que se convirtió en emblema de la banda madre del rock alternativo.
¿Cuántas veces un diseño que nace como algo coyuntural acaba pasando a la historia? Ocurre en innumerables ocasiones. El caso de los Pixies no es, en ese sentido, una excepción.
Prácticamente nadie recuerda su quinto y último disco, Trompe Le Monde (4AD, 1991), como el mejor de su carrera. Ni tampoco al primer single que extrajeron de él, “Planet of Sound”, como su canción más memorable. Pese a que fue un fantástico trabajo: aún pesaba todo lo que habían hecho antes, una obra mayúscula y sumamente influyente en generaciones sucesivas. Paradójicamente, sí fue ese el momento en el que la imagen gráfica de su nombre quedó fijada para siempre en el imaginario popular.
La culpa la tuvo, sobre todo, esa letra “P” alada, ligeramente inclinada hacia adelante, que encabezaba su nombre en la portada del álbum y del single. Una letra que imprimía dinamismo, que proyectaba la idea de Pixies como un ente creativo ágil, veloz, fulgurante, capaz de volar por encima de cualquier otra banda del momento: la misma agilidad que demostraban, al fin y al cabo, en canciones tan certeras como “Alec Eiffel”, todo un pepinazo de rock raudo y furioso.
Nadie podía entonces augurar que la relación, ya muy tirante, entre Black Francis (vocalista y compositor principal) y Kim Deal (bajista y compositora ocasional), acabaría dando al traste con la banda poco más de un año después, a principios de 1993.
Cuando salió Trompe Le Monde al mercado, en septiembre de 1991, Pixies aún estaban al borde de la cima del mundo, dispuestos a convertirse en heraldos de una generación de músicos que, en muy poco tiempo, sería llevada a la cumbre de las listas de éxitos por Nirvana, y no por ellos. Cuestión de timing. O de mala suerte. Kurt Cobain y los suyos recogieron parte de lo que Pixies habían sembrado.


Pues bien, el responsable de aquel logo oficioso (que no oficial) del cuarteto de Boston fue el diseñador británico Chris Bigg, uno de los que más trabajó para la discográfica 4AD, marcada para siempre por las fascinantes portadas que Vaughan Oliver estuvo diseñando durante décadas (Cocteau Twins, This Mortal Coil, Breeders, Throwing Muses o David Sylvian, entre muchas otras).
El nombre de Pixies, así escrito, tal y como él lo concibió, cuajó tan bien desde entonces como expresión gráfica de la intrépida y veloz singularidad de la banda, que se quedó ya para siempre en camisetas y toda clase de objetos de merchandising hasta el día de hoy.
Bigg, quien aún trabaja hoy en día dando clases de diseño gráfico en la Universidad de Brighton, y de cuyos diseños también se beneficiaron músicos como Belly, Cocteau Twins, David Sylvian, Scott Walker o Sinéad O’Connor, o cineastas como el mismísimo David Lynch, explicó hace un tiempo cuál fue el origen del logo pixiano.
La escucha del material sonoro en el que iba a basarse era importante. Las canciones que Black Francis escribía para Pixies habían empezado a virar hacia una de sus obsesiones más enfermizas y fértiles, que luego explotaría también en sus discos en solitario: la ciencia ficción. Las formas de vida en el espacio exterior, los platillos volantes, los objetos celestes no identificados. Toda esa temática.
Esas letras, unidas al sonido, feroz, furioso y agrio de una banda que estaba (aunque no lo desvelara) al borde de las descomposición (hubo quien dijo que era su versión más próxima al metal), inspiraron en Chris Bigg una tipografía que mezclara los motivos de ciencia ficción añeja con el tipo de letras utilizadas en el mundo del motor en los EE.UU. (valga recordar que una de sus canciones es “Motorway To Roswell”) y un clima de film de David Lynch, aunque también la singular película Flash Gordon (Mike Hodges, 1980) sirviera de inspiración, tal y como asumió el diseñador.

El tono lynchiano, a veces surrealista, del disco, las guitarras surf características de Joey Santiago y esa temática tan espacial, alejada de las cuestiones bíblicas y mucho más carnales que ilustraban los anteriores discos de Pixies, fueron los factores que inspiraron a Chris Bigg, tras la apresurada escucha del disco en un estudio londinense.
Aunque los Pixies rodaron durante más de un año las canciones de Trompe Le Monde (1991) en directo, a veces incluso como teloneros de U2 en su gira norteamericana de 1992, el destino quiso que en España no pudiéramos verles armados de esas composiciones (recién salidas del horno) y de ese emblemático logo con el que pasarían a la historia.
Iban a formar parte de un festival en la Plaza de Toros de València, en julio de 1991, junto a Happy Mondays y The Farm. Un evento llamado Valencia Festival, anterior incluso a cualquiera de los grandes festivales que en solo cuatro o cinco años se multiplicarían como setas por toda la península. Pero una desgraciada caída de la parte superior del escenario provocó su suspensión, sin tiempo para buscar un hueco alternativo al día siguiente ya que Pixies tenían que viajar a Inglaterra para actuar la noche siguiente. En su posterior reunificación, en la primavera de 2004, volverían a España (Primavera Sound), país al que han visitado con frecuencia en cada nueva gira.
Sea como fuere, ya habían hecho historia. Más que de sobra. Una historia subrayada por ese grafismo que, en pleno 2021, no ha perdido todavía ni un ápice de su frescura y vigencia. Como los grandes clásicos.