
El documental de Alexis Morante, estrenado en Netflix, cuenta el ascenso, triunfo y disolución de Héroes del silencio, fenómeno sociológico en la España de los noventa.
Para muchos, fue la banda de su juventud. O de su vida, directamente. Basta recordar conciertos como los que dieron en 2007, aquella gira de resurrección que tuvo su punto culminante en un concierto en el circuito automovilístico de Cheste, cerca de València, ante 80.000 personas. Para muchos otros, eran infumables. Primero, un montaje para un público adolescente. Más tarde, un grupo pretencioso, pagado de sí mismo, metido en una deriva hard rock de complicada digestión. Nunca gozaron del favor de la crítica, salvo excepciones muy puntuales, pero eso no les impidió vender millones de discos en menos de una década.
Héroes del Silencio podían gustar más o menos. Entusiasmar hasta el extremo o convertirse en objeto de la ira de quienes no les soportaban. Pero lo que nadie en su sano juicio podría discutirles es su condición de fenómeno social, un rol que – además – se ha ido acrecentando con el tiempo. Colocaron seis millones de discos en hogares de toda Europa. Triunfaron en Alemania y Suiza, pese a cantar en castellano, pese a las reservas también de quienes creían que lo suyo no era exportable. Pero en España estuvieron siempre sujetos a una fuerte polarización. O estabas con ellos o contra ellos.
Todo eso tenía que reflejarse en Silencio & Rock and Roll, el documental con el que el director algecireño Alexis Morante traza un recorrido visual y argumental por los década larga de existencia de la banda, un decenio de auténtico vértigo, con su correspondiente guinda en aquella puntualísima gira de reunión de 2007, tan abrumadoramente multitudinaria.
Aquellos noventa permitían esta clase de éxitos
Ningún fan dejará de serlo tras ver la película, tampoco ningún detractor abjurará de su condición de hater, pero lo que es seguro es que el documental resultará interesante a ambos. Por igual. En parte, porque también retrata un momento de la historia de este país, aquellos años noventa en los que una banda de rock de una capital de provincia aún podía convertirse en rutilante estrella del firmamento musical europeo, aunque pareciera increíble. Aún se vendían discos a mansalva, y los medios de comunicación tradicionales acogían decenas de espacios con actuaciones en directo. Bueno, casi siempre en playback.
El documental incorpora material visual de archivo tremendamente valioso, muestra una estupenda factura y cuenta con testimonios esenciales (los de todos los miembros de la banda, también los de su manager, Pito Cubillas, y su primer valedor, Gustavo Montesano, quien venía de Olé Olé; periodistas como Diego A. Manrique y Matías Uribe, el productor Phil Manzanera), aunque se le afea – con razón – no contar con ninguna mujer de su entorno.
Es un buen producto de entretenimiento con el sello de Netflix, más que recomendable para todos los públicos. Pero es también la historia de cuatro chavales de Zaragoza con una ambición desmedida, que les llevó a dejarlo todo por la música, apostando todas su suerte a la misma carta, empecinados en un reconocimiento que lograron a base de mucho trabajo.
Se empeñaron desde el principio en hacer las cosas a su manera. No quisieron abandonar Zaragoza para establecerse en Madrid. Dejaron plantada a una delegación japonesa en el último de sus conciertos, en Los Ángeles en 1997, tras un bolo caótico con el que abortaron la posibilidad de haber conquistado otro mercado enorme. Se decantaron por acercarse al público europeo en lugar de intentar seducir al latinoamericano, el que hubiera sido su teórica salida natural.
La desbordante confianza de quien aún desconoce casi todo
Impresiona ver a Bunbury cantando tan joven, apenas un imberbe al límite de la mayoría de edad a mediados de los ochenta, con la misma convicción y seguridad en sí mismo que mostraría décadas más tarde. Con el mismo engolamiento y la misma pose, hechizante para algunos, impostadísima para otros.
El documental deja claro que prácticamente nadie creía en ellos en un principio. Ni dentro de la industria discográfica ni, desde luego, en la crítica musical. Hasta que vendieron 30.000 copias de su primer EP para EMI, en 1987, cuando el objetivo de la discográfica era conformarse con 5.000. Ahí empezó el efecto bola de nieve, aderezado con actuaciones en programas de televisión conducidos por Concha García Campoy, Julia Otero, Isabel Gemio, Mar Flores o Àngel Casas, impagables imágenes que rescata la película. Héroes del Silencio le daban a todo: se presentaban a toda clase de programas, concursos, convocatorias… picaban piedra a diario.
En definitiva, se trata de un documental honesto, revelador – lo justo y necesario: se habla, y mucho, del efecto de las drogas, pero poco de las fuentes de inspiración musicales y literarias – y equilibrado, que sitúa el fenómeno de la banda en su justa medida, resaltando – por cierto – la relevancia que tuvo el guitarrista Juan Valdivia en la arquitectura sónica del grupo, casi siempre oscurecida por el magnetismo del frontman, Bunbury. Explicando, en resumen, lo inexplicable: la gran historia de amor y de odio generada por una banda cuyas adhesiones y aversiones cuesta explicar desde la razón.