El músico y escritor Ricardo Lezón nos lleva de la mano del poeta y novelista Alejandro Simón Partal (Estepona, 1983) en una nueva entrega de Las voces contadas.
La noche que conocí a Alejandro, en un restaurante asiático por el Madrid de los Austrias, al amparo de una o dos botellas de vino blanco, estuvimos hablando de los ángeles, de su existencia o inexistencia. Mientras el resto de comensales se sorprendían entre risas de mi defensa de la primera opción, Alejandro me preguntaba, no para saber el por qué de esa creencia, y menos aún para pedirme pruebas concluyentes, los dos sabemos que no las hay y precisamente eso era lo mas interesante. Durante una botella más, seguimos dando vueltas sobre los ángeles, la fe, la ausencia de fe y demás cosas del espíritu.
En realidad, ahora, unos cuantos años más tarde y separados por una pantalla, hablamos de lo mismo. Porque Alejandro es poeta y la poesía va de esto. He llegado a la conclusión de que el poeta no tiene que tener la intención de escribir, el poeta puede serlo sin tener por qué escribir nada: eso le diferencia del narrador, que sí tiene que hacerlo. Para ser poeta no tienes que escribir poemas. Puede parecer un cliché, pero paseando por Estepona, por la sierra, me encuentro a poetas que son gente que está en contacto con la naturaleza, con la tierra, y eso parece un misticismo. Pero bueno, al fin y al cabo el poeta es un místico que, aunque no tenga nada que ver con religioso, es una persona que entiende la vida mas allá de lo que ve, y así es como lo veo: ser poeta es una forma de estar en el mundo, el poema es quizás la terminación de todo ese proceso, el artilugio, el detalle.
Y no puedo estar más de acuerdo en esto, y me viene a la cabeza dar la vuelta a la frase de “ver para creer” por “creer para ver”, y también pienso que he encontrado más poemas en un paseo o en una conversación que en los libros. Tu que tienes un hijo surfero: el surf es un ejemplo de eso, como decía William Finnegan en Años Salvajes, el surf conlleva una relación con los demás, con la naturaleza, una forma de comportarse, de vestirse, de relacionarse con el mar que no tiene nada que ver con ser un surfero de la leche, como que tiene otra magnitud, y eso creo que es lo que pasa con la poesía. Para escribir hace falta vivir, y vivir no quiere decir irse a vivir a Tokyo, sino fijarte en lo que te pasa, en lo que ocurre en tu vida, lo que ocurre en la vida de tus amigos y eso es lo que te da la poesía, después lo puedes traducir en palabras. El poema es una antesala de la narrativa. A raíz de haber escrito La Parcela, me preguntan con sorpresa por mi paso de la poesía a la narrativa, y a mí a su vez me sorprende que me pregunten por esto, porque creo que es un paso natural: lo extraño seria pasar de la poesía al terrorismo o a algo mas llamativo, pero pasar de la poesía a escribir canciones o teatro es algo natural. Es cierto que puede no darse o que no tengas la capacidad. Yo puedo escribir poemas pero soy incapaz de escribir una canción y por eso no las escribo.
“Me preguntan con sorpresa por mi paso de la poesía a la narrativa, cuando lo extraño sería pasar de la poesía al terrorismo o a algo mas llamativo: pasar de la poesía a escribir canciones o teatro es algo natural, aunque yo soy incapaz de escribir una canción”.
Y hablando de géneros y corrientes naturales, es cierto que sucede que muchas veces se minusvalora el escribir poemas. O, mejor dicho, publicar un libro de poesía da la impresión de ser algo sencillo o al alcance de cualquiera , y no lo es. Ni escribirlo ni, mucho menos, publicarlo. Alejandro acaba de publicar La Parcela en la editorial Caballo de Troya. Tuve la suerte de leerla antes de que se publicase, y ya publicada he vuelto a leerla. Este año he leído libros magníficos, pero este vas más allá. El amor de amigo a veces empuja, nubla o ilumina artificialmente una obra, y hace difícil encontrar la distancia. En este caso no fue así. La Parcela es una novela deslumbrante, no como un estallido sino como un paisaje que te encuentras y que te asombra en su todo y también en cada rincón. Una novela que convierte en común lo extraño, que redescubre lo ya visto, y que con una prosa que es poesía y una poesía que es prosa, abarca sin estridencias casi todo lo que importa.

Con un estilo descubierto desde la primera frase, que recorre elegante y descalzo un camino que a veces es hierba y otras una alfombra de cristales rotos. Estoy muy contento de ver que el libro está llegando, de muchos amigos que me escriben, de que se lo estén leyendo. Qué bonito llegar a sitios donde no llegaba. Acostumbrado a los libros de poesía que nunca llegan a la gente, qué bonito que por fin haya una editorial que tenga posibilidad de distribuir los libros. Lo escribí tratando de evitar el fogonazo, con la aspiración de permanecer, de que tenga un tiempo largo en estos tiempos de novedades que aparecen y desaparecen. Los libros ya son casi como frutas que se exponen y en poco tiempo maduran y se retiran para colocar las nuevas.
Estoy recibiendo muchos mensajes muy alentadores, con algunos me dan ganas de abrir una botella de whisky para celebrarlo, leo reseñas ilusionantes y eso es un terreno que no había pisado. En España se publican novelas muy buenas, se escriben cosas espléndidas y además se traduce mucho, en otros países se traduce muy poco, aquí traducimos a los checos, a los franceses, a todos, y eso es una potencia. España es potente en este aspecto. Aunque me linchen en twitter, tengo que decir que culturalmente superamos a Italia, Francia, República Checa, etc. Hay grandes librerías, algunas de tres pisos, los libros son un buen negocio, se publica mucho y es bonito y difícil poder permanecer.
“Aunque me linchen en twitter, tengo que decir que culturalmente superamos a Italia, Francia o República Checa”.
Parte de la belleza y desnudez con que La Parcela se adentra en temas tan afilados como la emigración, las diferencias culturales, la soledad y el amor, viene dada por la humildad desde donde se mira. La humildad, una cualidad tan unida a la sospecha. El humilde es siempre sospechoso de no ser humilde. O de ser idiota. Al engreído y soberbio se le asocia a la seguridad y la sinceridad; al humilde con la falsedad, la sospecha y la idiotez. Me viene Mourinho a la cabeza y no sé por qué. Existe ahora la idea de que todos tenemos que estar luchando por nuestro espacio, por nuestro sitio. Hay una falta de espiritualidad, de fe. Que nuestro beneficio tiene que nacer de la desgracia ajena, un poco como querer conseguir las cosas para que el otro no lo tenga, eso se ha impuesto en nuestra convivencia.
La envidia y todo lo que conlleva creo que viene de una falta de espiritualidad, en no ponerse a pensar y en huir de esa idea de conseguir el éxito de esa manera. Hoy en día la humildad es sospechosa porque todo el que no quiera pisotear al otro es sospechoso. Se celebra al que va arrasando. El fracaso del capitalismo salvaje ha sido ese, no importaba si nos matábamos unos a otros, ya el otro no es hermano, es rival. Creo que esos valores de espiritualidad, que también van incluidos en la religión, ya no están en los colegios, la comunidad, el sacrificio, el otro es el que te va a quitar a ti la novia, el trabajo. Al humilde se le tacha de tarado mental o de que tiene todo ya hecho.
Otro de los campos minados que atraviesa la novela es el de la sexualidad. Alejandro lo cruza despacio, y consigue que esté muy presente pero que no acapare. Le digo que me ha gustado mucho la forma en que consigue unir sexo y amor sin que dejen de ser conceptos independientes. Quería que la novela girara sobre la idea de personas que necesitan a otras personas, y el sexo está integrado de la misma manera. La he planteado como una historia de personajes que se encuentran y que van evolucionando. No me gusta cuando me preguntan si es una novela queer o gay, la sexualidad la trato como una necesidad más de encuentro, de amor, que tienen los personajes. No quería que la sexualidad fuese lo principal, y me alegra que aunque esté presente no la hayan etiquetado ahí. A mí me parece muy sexy la bondad, la vulnerabilidad y la fragilidad, y voy a seguir escribiendo sobre las personas inseguras y frágiles, los que dudan. No me interesan tanto las personas seguras, las que te dicen que tienen mucha personalidad, eso es el acabose.
“A mí me parece muy sexy la bondad, la vulnerabilidad y la fragilidad, y voy a seguir escribiendo sobre las personas inseguras y frágiles, los que dudan. No me interesan tanto las personas seguras, las que te dicen que tienen mucha personalidad, eso es el acabose”.
Todo esto viene a una pregunta un tanto cursi, nunca le he tenido miedo a la cursilería, a ser cool si por ejemplo, en la que le decía que la bondad no es sexy. Hay un verso del poeta Basilio Sanchez que dice que escribimos para no sentirnos solos, para llamar la atención, para crear un entendimiento, una comunicación con algo, ya sean personas, ya sea un monte o ya seas tú mismo, pero es para no sentirnos solos. En verdad que ahí está buena parte del ejercicio de escribir, de llamar la atención y en cierta manera de pedir amor. Me parece muy bonita esa forma de entenderlo. Esa es la sensación que tuve al leer el primer poemario de Alejandro, la sensación de estar acompañado, de no estar solo y toda la esperanza que eso infunde.
Va más allá del clásico parece que esta escrito para mi, de hecho da mas esperanza aun saber que esta escrito para mas gente. Hay gente que ha visto la novela como demoledora o desasosegante pero me gusta mas quien a pesar de la crudeza, de la dureza la ha sentido como una puerta abierta a la esperanza o levemente luminosa, si hay demasiada luminosidad también es que oscurece y también corres el peligro de llegar a la autoayuda. Me gusta pensar que lleva a la esperanza. La esperanza me atrae mucho. La esperanza no tiene por qué ser algo de futuro, tiene mucho de presente. Me gusta escuchar eso, titulé mi disco en solitario Esperanza (2017), me gusta pensar que está ligada al presente y también, como he dicho muchas veces, el componente de indestructibilidad que tiene, su independencia y vida propia, que esté aunque no quieras que esté, como dijo Cioran.

Y seguimos hablando. Al contrario de la famosa frase de Francisco Umbral a Mercedes Milá en la que decía que él había venido a hablar de su libro, aquí soy yo quien ha querido hablar sobre todo del libro de Alejandro, porque mientras lees La Parcela es como hablar con él. Pero también hay sitio para más libros. Hace unos meses Alejandro me recomendó uno, Aproximaciones a la poesía y el arte, de Jose Corredor-Matheos, una colección de ensayos de este poeta y critico de arte hasta entonces desconocido para mÍ. El libro es una maravilla, especialmente un ensayo titulado Poesía: Asombro, Palabra, Silencio, en el que define el fondo, la razón y la misión del poeta y de la poesía. En él afirma que la poesía, en lo más profundo, es un vacío significativo, que su destino no es embellecer, ni consolar, aunque pueda. Que es lucidez.
Ese matiz de no considerar que su destino sea consolar “aunque pueda”, es donde me detengo. A mí me acompaña y me consuela, sin importarme si ese es o no su destino. Yo coincido en que la poesía va al vacío, a desparecer. En que su destino es ir a lo mínimo. Y lo uno a la idea que ahora tengo de la felicidad y la esperanza, que se acerca más a la renuncia que al deseo, en dejar de ser insaciable. En dejar de generar proyectos, abrir el mail en busca de trabajos o en acumular. La poesía va a lo esencial y ahí entra la renuncia. Todo va a la desaparición. En estos momentos estoy en eso, más en descartar que en sumar. Estoy un poco desencantado con muchas cosas, así que voy a permitirme el tiempo y dejar de hacer cosas que no quiero hacer, aunque esa renuncia me lleve a la hecatombe. Quiero ir encajando mi vida en el mundo. Mi proyecto es ser capaz de descartar. No tengo miedo al desempleo, a la muerte ni a nada. En ese momento estoy. La gente te felicita cuando no paras: “oye, enhorabuena, que veo que no paras”, no te preguntan si estás contento o a punto de explotar. Yo quiero parar.
“Quiero ir encajando mi vida en el mundo, ser capaz de descartar, no tengo miedo al desempleo, a la muerte ni a nada. En ese momento estoy. La gente te felicita cuando no paras: “oye, enhorabuena, que veo que no paras”, no te preguntan si estás contento o a punto de explotar. Yo quiero parar”.
La primavera pasada, en plena pandemia, Alejandro y yo fuimos a Fuerteventura con motivo de la celebración del Día del Libro. Actuamos en el llamado “Episodio Versoacústico”. Él recitaba y leía, y yo cantaba. También manteníamos un diálogo sobre formas de componer, de escribir, autores que nos gustan y temas relacionados con nuestros mundos. Estuvimos allí tres días, así que aprovechamos para recorrer parte de la isla. Alquilamos el coche más pequeño en el que me he montado nunca y nos perdimos por esas carreteras que cruzan los paisajes lunares de la isla. Largas rectas desiertas y pequeños pueblos derramados como gotas de leche sobre un mantel naranja.
Paramos en Betancuria, un pueblo idílico, lleno de flores y de silencio. Recorrimos sus cuatro calles, charlamos un rato con una paisana y después nos fuimos por donde volvimos. No estuvimos más de media hora, pero puedo recordar muchas cosas: el banco bajo un frondoso parque, los hermosos carteles donde aparecían los nombres de las calles y las quietas huertas.
Después fuimos a un restaurante que la amable chica de la recepción del hotel nos había recomendado. Estaba en otro pueblo del que no recuerdo su nombre, y tenía las paredes repletas de cuadros con escenas de luchadores de lucha canaria en acción, llaves que se intuían demoledoras. El plato recomendado era cabra y se podía tomar frita o guisada, una duda imposible de despejar con seguridad si no has comida cabra jamás. Elegimos el guiso.

Al dia siguiente fue la actuación. Betancuria era el pasado. En un momento de la actuación, Alejandro, improvisando, sacó un papel arrugado del bolsillo y explicó que había escrito un poema aquella noche. Y lo leyó, nervioso. Se llamaba Betancuria. Ya no era el pasado.
Seis días después, cada uno en su ciudad, conseguimos digerir aquella cabra que debimos pedir frita.