Xacobe Pato nos habla del valor del libro como objeto, esa cualidad a preservar, y que la digitalización nunca logrará borrar.
De todos los libros que tengo por casa hay dos que son los que más quiero y ni los he leído ni pienso leerlos nunca. Se trata de La Reina (1996) y La Reina muy de cerca (2008), ambos escritos por la periodista Pilar Urbano. En la portada del primero, publicado en noviembre de aquel 1996, aparece una fotografía en la que la Reina Sofía posa sonriente y jovencísima; tiene copyright de Juan Carlos de Borbón y Borbón.
Es el libro que le vi leer a mi abuela todos los veranos de mi infancia y adolescencia en su casa de Santa Cruz. Alguno de sus hijos debió de regalárselo esas mismas navidades. No llega a las 400 páginas y está editado en tapa dura.
Que yo sepa no llegó a terminarlo. O eso o lo leía una y otra vez, como si por las noches le brotaran al libro palabras nuevas. En la página 185 hay un separador con un barco vikingo, la sirenita de Copenhague y una bandera de Dinamarca.
«Nunca vi a mi abuela leer un libro que no fuera «La Reina» o «La Reina muy de cerca»; cuando murió, le pedí a mi madre quedármelos como recuerdo».
Nunca la vi leyendo un libro que no fuera La Reina o La Reina muy de cerca, (parece que no sufría de F.O.M.O.) y seguía leyéndolos incluso cuando esa Reina ya no reinaba. Cuando mi abuela se murió, le pedí a mi madre que me dejase quedármelos como recuerdo.
En la portada del segundo, publicado en 2008, vuelve a aparecer Sofía de Grecia, más mayor, con una sonrisa parecida, tal vez más cansada. En las primeras páginas hay manchas de café. Dentro no encontré ningún marcapáginas, pero sí el recibo de la tarjeta de compra de unos grandes almacenes.

Ese día mi abuela había comprado clementinas, galletas maría y melocotón en almíbar, el postre que nos ponía siempre que comíamos en su casa. Al verlo, los ojos se me llenaron de luz y, de pronto, el sabor del melocotón me subió hasta la boca y hasta bebí mentalmente el almíbar directamente del plato. En el mismo recibo había escrito a lápiz: «A las 5 de la tarde, Coló», supongo que para recordarse a sí misma que había quedado con su hija, o sea con mi madre. En los últimos años le fallaba la memoria.
Todos los libros contienen una historia. Algunos encierran varias: sucesivas, perpendiculares, paralelas, unas dentro de otras como muñecas rusas. Pero además de las historias propias, escritas con palabras, los libros cuentan algo en cuanto objetos físicos, en cuanto cosas. Historias que no están escritas con palabras, sino vividas, escritas con el paso del tiempo y los afectos.
«Todos los libros contienen una historia en cuanto objetos físicos: historias que no están escritas con palabras».
El mismo libro se multiplica en equis ejemplares, según la tirada, y cada ejemplar cuenta una historia distinta conforme a su propietario, a sus lectores, a la biblioteca que habita. Cada ejemplar del mismo libro tiene una vida distinta, un recorrido singular, unas cicatrices propias, una mancha de café diferente, una dedicatoria íntima, unas páginas dobladas o un billete de tren dentro, perdido para siempre entre sus páginas.
En su libro No-Cosas (2021), el filósofo coreano Byung-Chul Han cuenta que guarda el libro Transformations In Metals, el último que leyó mientras estudiaba metalurgia antes de decidirse a estudiar filosofía y cambiar su vida para siempre, junto a sus libros de filosofía. Lo guarda ahí como evocación o como símbolo, para fijar un momento muy importante de su vida.
«Si lo hubiera leído como libro electrónico, tendría una cosa querida menos que tomar de vez en cuando como recuerdo. Las cosas hacen que el tiempo sea tangible, mientras que los rituales lo hacen transitable. El papel amarillento y su olor caldean mi corazón».

La digitalización destruye los recuerdos fingiendo que nos permite conservarlos. Solo hay que pensar en las fotografías. Yo tengo más de diez mil imágenes metidas en mi teléfono pero no significan nada en comparación con las cuatro que tengo en mi escritorio. Pienso también en la experiencia tan distinta a la hora de escuchar música.
Mis primeros discos, Mechanical Animals (Marylin Manson, 1998) o American Idiot (Green Day, 2004): el ritual de abrirlos, de leer las letras mientras sonaban las canciones. Tener cosas significa cuidarlas y así convertirlas en cosas queridas; al cuidar las cosas, como al cuidar a las personas, se crean con ellas lazos de afecto. En su libro, Byung-Chul Han también dice que el capitalismo destruye esos lazos porque las cosas queridas han dado paso a los artículos desechables.
«La digitalización destruye los recuerdos fingiendo que nos permite conservarlos».
Escribir y publicar un libro no es tan complicado, lo difícil es que ese libro acabe en una mesita de noche y entonces empiece a escribir una historia propia. Cómo llega hasta nosotros un libro es un proceso casual, fortuito, azaroso y a veces inverosímil: una forma de encuentro muy parecida a la del amor.
Es imposible predecir si un libro va a encontrar a un lector en concreto y por eso la literatura sigue teniendo gracia: cuando todo se vuelve calculable mediante algoritmos y datos acumulados la felicidad desaparece, porque la felicidad por definición escapa a todo cálculo.
Además de la biografía de una reina que ya no reina, mis dos libros más queridos cuentan la historia de los veranos de mi infancia. Cuentan la historia de mis primos, de mis tíos, de mi madre, de mi playa. Cuentan la historia de mi abuela que durante décadas los llevó, confiando en leerlos, de la mesita de noche al jardín, del jardín a la playa, y de la playa de vuelta a la mesita de noche.