Os enumeramos cinco buenas razones para no dejar de ver la magistral película de Paolo Sorrentino.
Una obra maestra. ¿Se puede decir? Lo decimos. Emotiva, imaginativa, radiante, visualmente deslumbrante. La nueva película de Paolo Sorrentino, estrenada hace unas semanas en Netflix y recientemente en salas de cine, se está llevando todos los elogios. Los del público y los de la crítica. Hay motivos para ello.
Fue la mano de Dios (2021) opta al Oscar a mejor película de habla no inglesa, fue nominada en la misma categoría en los Globos de Oro y ha recibido menciones en el festival de Venecia, en los Premios del Cine Europeo… desde que se estrenase la impactante La gran belleza (2013), ninguna película del realizador italiano, nacido en Nápoles hace 52 años, había despertado tanta expectación.
Se trata de un filme de tinte autobiográfico con el que el director partenopeo evoca sus años de adolescencia en la ciudad sureña italiana durante los años ochenta. Aquellos años en los que Diego Armando Maradona (una presencia recurrente a lo largo de su metraje, aunque nunca protagónica, solo un telón de fondo) se convertía en el ídolo de la ciudad gracias a su papel estelar en su equipo de fútbol.
Desde aquí os enumeramos cinco buenas razones para que no os la perdáis. Desde que comienza hasta que aparecen los títulos de crédito finales mientras suena “Napule È”, de Pino Daniele, poniéndonos el nudo en la garganta. Os haréis un buen favor. Y seguro que nos lo agradecéis.
1 – Su retrato de la adolescencia
Películas sobre la adolescencia, las hay a patadas. La historia del cine está repleta de relatos coming of age. Pero Fue la mano de Dios emite unas propiedades mágicas, casi oníricas, en su traducción al celuloide de lo que suponen esa siempre compleja etapa de la vida. Una especie de realismo mágico, a lomos de una desbordante y magnética factura visual, en la que no importa tanto lo que realmente ocurrió entre las 13 y las 17 primaveras del protagonista como lo que este recuerda.
Resulta muy difícil no sentirse identificado con él. Incluso la forma en la que retrata su precoz vocación (“solo he visto tres o cuatro películas, pero quiero ser director de cine”) es de las que calan muy hondo. Si al verla nos os dan ganas enormes de volver a sentiros como cuando descubríais el mundo adulto por primera vez, es que tenéis la sangre de horchata.

2 – El Mediterráneo hecho cine en estado puro
Entre las muchas escenas memorables que recoge la película, hay (al menos) una que resume a la perfección lo que queremos destacar aquí: el momento en el que la tía del protagonista, una atractiva y exuberante mujer de mediana edad interpretada por Luisa Ranieri (en la línea de Sofia Loren, Monica Bellucci o Maria Grazia Cuccinotta) se gira hacia él, al borde de un mirador sobre el mar en plena tarde de verano napolitana, con el reflejo del sol recortando gloriosamente su silueta. La podéis ver en el trailer.
La imagen es de una radiante voluptuosidad, clásicamente mediterránea. De una sensualidad cegadora. Cualquiera que alguna vez haya disfrutado con la filmografía de Fellini, Bigas Luna o incluso el Berlanga crepuscular de París-Tombuctú (1999) sabrá de qué estamos hablando. Tres cuartos de lo mismo cabe decir del temperamento sanguíneo, guasón y coral de su plantel de secundarios. El cine francés, el alemán o el británico pueden lucir obras maestras, pero nunca podrán transmitir esa luz, ese carácter, esa embriagadora alegría de vivir. El Mediterráneo hecho cine.

3 – Su combinación de drama y comedia
Parece una comedia, pero en realidad no lo es. Es más, transita de la comedia al drama en un abrir y cerrar de ojos. Porque así de caprichosa y de imprevisible puede ser la vida. Al mismo tiempo. Apenas unos segundos pueden bastar para que nuestro destino cambie de forma drástica.
El protagonista decide que quiere ser director de cine porque la realidad que le circunda ha dejado de gustarle. Tras una infancia feliz, su paso a la vida adulta (las obligaciones, la sexualidad, la familia que se resquebraja) no puede ser más hostil. Pero eso es la vida: ni somos enteramente felices ni enteramente desgraciados, salvo casos clínicos.
La película borda esa combinación. Por los mismos motivos por los que no debería haber una boda sin una bronca paralela ni un entierro sin una de esas situaciones absurdas que nos saquen unas risas y nos recuerden lo ridículo de nuestra existencia. La vida se nutre de ambos estados de ánimo. Y muchas veces conviven.

4 – El fútbol como metáfora
Hay que haber vivido en directo (aunque fuera por la tele) aquel Argentina-Inglaterra del Mundial de fútbol de Mexico 86 para poder entenderlo. Maradona, en una pillería genial, le endosa un gol con la mano a Peter Shilton sin que el árbitro se aperciba de la irregularidad. El tío de nuestro protagonista le explica que es directamente Dios quien ha decidido vengarse del imperialismo británico por la perdida guerra de las Malvinas, a mayor gloria de Margaret Thatcher. De hecho, fue la autoría que el astro argentino alegó cuando le preguntaron tras el partido, mareando la perdiz. Que había sido la mano de Dios. Con toda su jeta. Luego marcó un segundo gol antológico, arrancando desde medio campo.
¿Y qué hacía media Nápoles viendo aquel partido internacional (en el que no jugaba Italia) como si la vida le fuera en ello? Adorar a su divinidad. Maradona aterrizó en Nápoles en 1984 y logró algo que parecía una quimera: que una escuadra del pobre sur italiano le arrebatara la hegemonía en su país a los colosos económicos del norte, con el todopoderoso Milan de Arrigo Sacchi al frente. El fútbol como perfecta metáfora: el sur contra el norte, los desclasados contra los potentados, la clase obrera contra el poder establecido, la Europa meridional contra la del norte.

5 – Su base real
El cine, como la literatura, tiene sus licencias. Esta película también las tiene. Pero todo lo que muestra, nace de la realidad. De la propia vida de Paolo Sorrentino y sus recuerdos de adolescencia en Nápoles. Es, pues, su obra más personal e íntima. Lógico. No podía dejar de serlo. El mejor tributo que podía hacerle a su familia y a la ciudad en que se crió.
La fascinante conversación que entabla el protagonista, un Sorrentino adolescente a punto de marchar a Roma para empezar a dar forma a su sueño, con el director de cine Antonio Capuano (interpretado por otro actor), es lo que hace de esta película otro relato del cine dentro del cine. Una doble muestra, pues, de amor al séptimo arte.
