
El ya veterano dúo de Minnesota sigue desafiando los límites del rock contemporáneo con otro disco de convulsa belleza.
La vida es una sucesión de momentos extáticos y otros horrorosos. De cielo e infierno. De incienso y de mirra. Sí, puede haber un término medio, por supuesto que sí: de lo contrario, nos moriríamos de pura intensidad (leyendo a según quién en las RRSS, más de uno y de una deben bordear el patatús), pero reconozcamos que lo rutinario rara vez reclama obras cumbre, de las que marcan un antes y un después. No al menos cuando llevas 27 años de carrera, trece álbumes y la necesidad de seguir haciendo historia sabiendo que repetirse como el ajoaceite es el primer clavo de tu ataúd como artista.
Low lo saben. Lo tienen clarísimo. Quizá su música sea en sí misma el antídoto perfecto para no caer en la rutina de un largo y tranquilo (aparentemente, al menos) matrimonio mormón que vive en un entorno rural de Minnesota, alejado del ruido. Y que ahora ya ni siquiera cuenta con el bajista Steve Garrington como tercer miembro de su proyecto. Puede que su arte sea también su modo de transformar en abrupta, imprevisible y convulsa belleza todo lo que su vida privada puede tener de prosaico. Quién sabe.
Este Hey What (Sub Pop/Popstock!, 2021) no es más que una confirmación, pero también una lúcida matización, de todo lo que apuntaron ya con el magistral giro de Double Negative (Sub Pop/Popstock!, 2019), el disco más fascinante de hace tres años para quien firma esto. La estrategia es casi idéntica. Es música bonita y complicada a la vez. De la que requiere calzarse unos buenos auriculares y subir el volumen a tope, porque demanda una plena inmersión. De esos discos que están pensados para escuchar de principio a fin, como una secuencia ininterrumpida, y abandonarse a él sin ninguna otra labor entre manos.
Si lo escuchas sin estar sobre aviso, puede pasar como con los viejos discos de The Jesus and Mary Chain o My Bloody Valentine, o con el último de The Telescopes, sin ir más lejos: lo primero que puedes pensar es que el CD o el vinilo están rayados. O que el mp3 está cascado. Que algo falla. Pero no. Hace ya algún tiempo que Low no se parecen absolutamente a nadie, y es algo plenamente deliberado.

En el manejo de esa dualidad de sensaciones opuestas que esbozábamos al principio de este texto, Low se han doctorado cum laude. Este es otro trabajo en el que se funden las melodías celestiales y las señales de alarma, el ascetismo y el apocalipsis, los himnos espirituales que apelan a una tradición arcana y las interferencias disruptivas que nos señalan con el dedo los perversos estragos de las realidades alternativas de un mundo enloquecido que parece encaminarse, en pleno 2021, hacia una nueva Edad Media. El éxtasis y el tormento, en definitiva. Escribiendo el presente sobre la reescritura de su propio pasado.
Si acaso, con una brizna de serena esperanza de la que quizá carecía el inclemente y abrasador Double Negative: se transmite en “Hey”, los casi ocho minutos centrales que son como su pieza pivotal. También en la maravillosa “I Can Wait” o en la hipnótica “Disappearing”. Y algo menos, desde luego, en los cortes más inquietantes, los que generan esa atracción que tiene mucho que ver con la seducción de lo turbador: las sacudidas de la inicial “White Horses” se sienten como si te estuvieran dando bandazos en algo parecido a una valija metálica o una centrifugadora, y alertan de que estás entrando en una órbita completamente diferente a la del 99,99% de la música popular actual, aunque la letanía que la sostiene sea plenamente reconocible. Marca de la casa.
Mientras, en el otro extremo (ahora por duración y no por sonoridad), los dos minutos de la tremendísima “More” suenan como un salmo en cuya liturgia interviene un coro de sierras eléctricas. ¿Alguien más hace algo así? Por algo BJ Burton es el primer productor en toda su carrera con el que han trabajado en tres álbumes distintos. Consecutivos, además.
Alan Sparhawk y Mimi Parker siguen desafiando los límites del rock contemporáneo. Suena grandilocuente, pero es que es así. Transitan una carretera solitaria sin avistar a nadie por el retrovisor. Cómo lo logran tras casi tres décadas de trayecto, desde que la etiqueta de slowcore -que se les quedó pequeña hace eones- apenas era un garabato, sólo lo saben ellos. Mientras mantienen el secreto, a nosotros solo nos queda disfrutar.