
Este fue el disco que hizo del rapero de Nueva Orleans uno de los músicos más influyentes de la última década, posiblemente uno de los que mejor han definido el sonido de los 2010.
Hace solo unos días se publicó un estudio que dice que Frank Ocean es el músico más influyente de lo que llevamos de siglo. Lo afirma la empresa William & Mary, quien, basándose en una investigación matemática, revela que el rapero norteamericano, ganador de dos Grammy, es quien puede presumir de haber proyectado una sombra más grande sobre otros músicos en los últimos veinte años, según el sistema implementado por COMAP, que es el Consorcio norteamericano por las Matemáticas y su Aplicación.
Seguramente no haga recurrir a las matemáticas para enfatizar su primacía: Sampha, Miguel, Serpentwithfeet, Childish Gambino, Brockhampton, Khalid, Lorde, Daniel Cesar, Steve Lacey, Sam Smith o John Legend son solo algunos de los nombres que se han visto directamente influidos por su música. De la misma manera en que él, a su vez, vio la luz gracias a los discos de Kanye West, Prince, Marvin Gaye, Stevie Wonder o toda la tradición del techno de Detroit, el house de Chicago y la electrónica del french touch de los 90.
Todo eso tuvo una traducción muy directa en el disco que le confirmó como uno de los grandes gamechangers de la última década: el descomunal Channel Orange (Def Jam, 2012), que fue su debut en el emblemático sello creado por Rick Rubin y su gran confirmación internacional, al margen de convertirse en uno de los grandes discos de la década de los 2010.
El músico de Nueva Orleans se distanció del hip hop más ortodoxo del colectivo Odd Future, del que procedía, para marcarse un trabajo que desde su primera escucha sonaba a palabras muy mayores, con las hechuras de esos discos llamados a hacer historia, y en el que había soul pop, jazz funk, ambient, música psicodélica y algunas cosas más. Nutrientes con lo que ensanchaba los lindes del r’n’b, que además en su caso llegaba surtido de textos abiertamente queer, algo que entonces era prácticamente inédito en un género tan masculino y masculinizado, pese a las loables aportaciones de sus pioneras.

Bebía tanto de la aristocracia del hip hop como de la estela de clásicos del soul como Marvin Gaye o Stevie Wonder. La nómina de colaboradores no era abundante, pero sí decisiva: Pharrell Williams, Tyler The Creator, André 3000 y John Mayer. En el agredador metacritic, que es un buen indicador (aunque tampoco sean las tablas de Moisés), cuenta con un 92 de puntuación, sobre 100. Es un sobresaliente indiscutible, uno de los más claros de la pasada década.
El amor no correspondido, las disquisiciones de clase social o los efectos de las drogas son algunos de los asuntos que desfilan en sus letras, propias de un narrador excelente. Su portada, en naranja chillón, se corresponde con el color a través de cual él percibía la realidad durante el verano en que se enamoró por vez primera, en Los Angeles. Un efecto sinestésico, y una historia con la cual es más fácil entender este álbum y todo lo que lo rodeó.
Tiene clase, estilo, sabiduría, audacia y eclecticismo. Rezuma uno de esos talentos omnívoros que son los que, al fin y al cabo, son capaces de idear universos sonoros en sí mismos. Con su propia personalidad, con sus claves identificables. Funciona también en cualquier circunstancia. En cualquier tesitura, ambientación o estado de ánimo. Es uno de esos discos todoterreno. Y además no envejece. Su huella se aprecia en decenas de canciones y discos del último decenio.
Cuatro años después publicaría el también sobresaliente Blonde (Boys Don’t Cry, 2016), pero su debut – tras su primera mixtape – fue el que fijó las claves para una carrera que define como muy pocas lo que fueron los 2010.