El rapero de Atlanta Kanye West cambió las reglas del juego con un disco que hacía del hip hop una explosión de pop multicolor, cuya onda expansiva aún resuena en músicos de nuestro tiempo.
Todos hemos tenido un amigo (o simple conocido, va) presuntuoso. Pesado. Cargante. Pagado de sí mismo. Un brasas a quien soportamos porque siempre hay algo en él que compensa su propensión irrefrenable a hacerse la ola a sí mismo. Ya sea un talento especial, una clarividencia que le hace llegar más allá de lo que nosotros somos capaces de vislumbrar o un encanto especial con el que parece que camine siempre varios palmos por encima del suelo, como solo los mejores encantadores de serpientes saben hacer.
En el mundo de la música pop de los últimos tres lustros, ese que se distingue por mezclar toda clase de géneros porque las propias sociedades en las que vivimos son también cada vez más híbridas en lo racial, lo sexual, lo nacional y lo cultural (los populismos excluyentes son la inevitable y odiosa reacción a esa inexorable acción sin marcha atrás), seguramente sea Kanye West el amigo plasta más valioso que podamos tener. Y hace poco menos de un año que se cumplían diez del lanzamiento de su disco «My Beautiful Dark Twisted Fantasy».
Kanye West es como ese amigo pagado de sí mismo al que soportamos porque algo le hace ver allá donde nosotros ni vislumbramos.
Quizá ninguno de nosotros aguantaría más de diez minutos en su compañía, en el improbabilísimo caso de que se dignara a mantener una conversación con cualquiera de nosotros, tristes mortales. Pero qué discos. Eso es incontestable. Qué gran compañía nos han hecho y cómo nos han fascinado. O mejor dicho, qué disco. Porque en su acopio de obras mayores, francamente notables, hay una que sin duda obtuvo el sobresaliente. Sin discusión. Por consenso.
Fue My Beautiful Dark Twisted Fantasy (Roc-a-fella, Def Jam, 2010), el único de sus trabajos que en el agregador de reseñas Metacritic puntúa con una nota superior al nueve: 94 puntos sobre 100, tras el conteo de todo lo que publicaron sobre él medios como Mojo, The Guardian, Rolling Stone, Pitchfork, New Musical Express o la BBC. Un síntoma inequívoco. Nada que ver con el alicaído 53 que se ha llevado su último trabajo, Donda (G.O.O.D. Music/Def Jam/Universal, 2021), que en realidad tampoco está tan mal.
Mayestático. Desmesurado. Ambicioso. Descomunal. Cualquiera de esos adjetivos, y muchos más, servirían para describir con precisión la obra por la que Kanye West será recordado siempre. Incluso en el supuesto, jugando a la ficción ucrónica, de que nunca hubiera vuelto a desvelar un solo trabajo más, ya tendría asegurada su plaza en el Olimpo de la música popular del siglo XXI.
Bien es cierto que decir eso quizá no sea demasiado: los palos de ciego que nuestro hombre ha enlazado en los diez años transcurridos desde entonces (venga, al margen de su irregularísimo y larguísimo último disco, salvemos el notable Yeezus, de 2013, y el aceptable The Life Of Pablo, de 2016) han sido tan notorios que produce cierta ternura haberle visto tan perdido, buceando hasta hace bien poco en el mismo lecho que Justin Timberlake y otras estrellas que hace tiempo despidieron con lágrimas el tren de los tiempos. Sumido en su megalómana cruzada por ser presidente de los EEUU en un futuro que ojalá no llegue nunca. Por lo que pueda pasar.
Solo por este disco, ya se hubiera ganado plaza en el Olimpo de la música popular del siglo XXI.
Pero su bella, oscura y retorcida fantasía – ya el título era abigarrado – fue el disco perfecto para seducir a quienes se sentían ajenos al universo hip hop, o directamente lo rechazaban. De hecho, es un disco de pop. Rapeado, si se quiere. Repleto de trucos de estudio propios del género. Pero de pop, al final y al cabo. Su irrupción, que tan lejos parece que quede ya en el tiempo, cambió las reglas del juego. Fue un game changer, como les gusta decir a los anglosajones. Una apuesta, además, por el formato álbum como envase del relato pop, justo cuando este ya empezaba a ser muy cuestionado.
John Legend, Rihanna, Elton John, Bon Iver, Rick Ross, Nicki Minaj o La Roux integraron su estelar reparto de colaboradores. Fue un trabajo tremendamente personal, de esos que vuelcan prácticamente toda una vida en poco más de una hora y justifican cientos de tweets anteriores y un reguero de incomprensibles desbarres léxicos, el sueño desmesurado de una obra diseñada para trascender y ganarse la posteridad, sin duda, pero al mismo tiempo un empeño coral que cuadró el complicadísimo círculo: beneficiarse de la personalidad de sus invitados sin traicionar la personalidad de su autor.
Una esquizofrénica oda al contradictorio poder de la celebridad, anticipando algunas de las paranoias más clásicas de la década de los 2010, la de la primacía de las redes sociales y el reflejo distorsionado que ofrecen de todos nosotros. Un sensacional ejercicio de maximalismo – en lo sonoro, en lo lírico – que pregonaba la era de sobreabundancia de estímulos que se cernía sobre nosotros. Un grandes éxitos no concebido como tal, en el que cada corte es un mundo en sí mismo. Un monumento construido a base de materiales de derribo robados a otros géneros y luego convertidos en oro. Como una enorme falla en la que el poliestireno expandido, el papel, el cartón y las telas son el gospel, el G-funk, el trip hop, el drum’n’bass bastardo, el blues rock o el trip hop. Una puta enciclopedia de casi toda la mejor música negra, sometida a una deconstrucción que ríete tú de la tortilla de patatas de Ferran Adrià.
Hablamos de una enciclopedia de la mejor música negra, sometida a una deconstrucción que ríete tú de la tortilla de patatas de Ferran Adrià.
Su influencia, sobre todo sus trucos de producción, es palpable en muchísimos músicos que llegaron luego: Childish Gambino, Chance The Rapper, Lil Uzi, Lupe Fiasco, Tyler The Creator, Travis Scott, Drake, Trippie Redd, Migos o el mismo Drake, con quien mantiene una rivalidad que va más allá de cualquier sesgo racional. También en otros que, como Alicia Keys, J. Cole o Travis Scott, han sampleado algunas de sus canciones. Pero su onda sísmica llega mucho más allá de las músicas urbanas, porque son también incontables las bandas y solistas de pop y rock que han modelado sus canciones tomando buena nota de sus enseñanzas. No pasa un mes sin que algún músico, incluso español (ya sea desde la marginalidad de la industria o desde su propio meollo), no lo cite como una fuente de inspiración. Muchos aún descubren (y se descubren ante) este disco a día de hoy, más de una década después. El tiempo lo ha agigantado. Por algo será.