Desde que las plataformas de TV, como Netflix, ponen en solfa la vieja primacía de la gran pantalla, el cine también se ha vuelto más aséptico.
Conviene avisar de buen principio para que nadie se llame a engaño: ningún tiempo pasado fue mejor solo por el simple hecho de ser pasado. Los tiempos cambian, y no tiene demasiado sentido lamentarse por aquello que fue pero ya no es. Puede que los formatos sean otros, que los canales también, pero la creatividad es algo que no se extingue por arte de magia.
Tampoco es recomendable rebozarse de más en la nostalgía, añorando la factura del gran cine clásico o regodeándonos en el treinta aniversario del estreno de El silencio de los corderos (Jonathan Demme, 1990), como si nos hubiéramos quedado atrapados en esos bucles nostálgicos que celebran cualquier cosa que tenga que ver (ya sea la EGB, la cultura de las cintas de cassette o aquellos viejos programas musicales que Cachitos nos trocea para regocijo postmoderno) con lo que vivimos cuando éramos unos chavales.
Que las plataformas de TV estén reemplazando a las salas de cine es algo que se aprecia no solo en el continente, sino también en el contenido.
Pero hay cosas que son difícilmente rebatibles. Entre ellas, que las plataformas como Netflix, HBO o Filmin están suplantando, a marchas forzadas (la pandemia no ha hecho más que acelerar el proceso), la primacía que antaño blandían las salas de cine. Quizá haya público para todo, y ambas estén condenadas a convivir. Ojalá sea así, y las viejas salas de cine no desaparezcan nunca: ofrecen una forma de disfrute colectivo que ningún empeño doméstico puede reemplazar. Pero, al paso que vamos, la tendencia es la que es. Y no tiene pinta de revertirse.
Es una cuestión de continente, sí, podría argumentarse. Más de forma que de fondo. Pero ojo, porque uno diría que es también algo que atañe al contenido. A la molla del asunto: el cine se está telefilmizando, si se me permite la expresión. Las producciones más recientes muestran muchísimos tics de cine acogedor en exceso, como pensado para ser consumido en familia, en la calidez del hogar, sin demasiados rasgos de disrupción que puedan molestar, inquietar o ponernos mal cuerpo.
Claro que hay excepciones, por supuesto. Ahí estuvo la desconcertante – para bien – Estoy pensando en dejarlo (Charlie Kaufman, 2020) como excepción. Incluso Historia de un matrimonio (Noah Baumbach, 2019) o, más recientemente, Tigre blanco (Ramin Bahrani, 2021). Ninguna de las tres es excesivamente amable, ni incurre (en absoluto) en lecciones moralmente ejemplarizantes.
Pero es cuando entramos en la nómina de filmes con más números para triunfar en los Globos de Oro y en los Oscars (no en todos los títulos, obviamente) cuando nos topamos con unas características que tienen pinta de ser irrebatible tendencia: historias de una factura técnica irreprochable, bien guionizadas y dirigidas, de estética sugerente y repartos más que eficientes, con diálogos inteligentes, pero presididas por una ausencia de riesgos formales, ya sean narrativos, visuales o discursivos, que inciden en esa condición de cine para todos los públicos que no tiene nada negativo per se, pero termina por escamar cuando suele plegarse a las necesidades de películas que son aclamadas (por crítica pero, sobre todo, por público) como las grandes sensaciones de la temporada, cuando ninguna de ellas escapa a un esquematismo de lo más previsible.
Hay excepciones, pero la mayoría de películas más aclamadas de la temporada carece de riesgos formales, pese a su irreprochable factura técnica, sus buenos guiones y sus eficientes repartos.
Estamos hablando, por abreviar, de títulos como Mank (David Fincher, 2020) o Los siete de Chicago (Aaron Sorkin, 2020). Incluso de La excavación (Simon Stone, 2021), Malcolm and Marie (Sam Levinson y Zendaya, 2021) o Cielo de medianoche (George Clooney, 2020). Bienintencionadas películas de impecables hechuras visuales, cine de qualité en ocasiones – esto va más por la de Sam Levinson y su estilizado y cool blanco y negro de vivienda de lujo, a ritmo de soul leonino – , perfectas para ver sin sobresaltos y sin motivos para que nos invada el desasosiego, porque en todo todo caso rehúyen cualquier atisbo de disrupción, cualquier amago de osadía formal o de desbarajuste de las piezas del puzzle cinematográfico más ortodoxo.
Es cine que, al entrar en nuestras casas porque sí, como parte de un menú pantagruélico, sin demandar la actitud militante de quien sale de casa y se gasta ocho, nueve o diez euros en una sola película, irrumpe en nuestros salones sin ánimo de ofender ni inquietar a nadie, sin ganas de dejarnos con el culo torcido. Como respondiendo a un común denominador que, como los algoritmos de las plataformas de streaming, les permita llegar a un público de lo más amplio, diverso y transversal. Y ya es todo un síntoma que, por comparación, se esté hablando de una película de animación (Soul, de Pete Docter) como la pieza cinematográfica más innovadora de los últimos meses. Quizá sea solo el signo de nuestro tiempo, y convenga ir acostumbrándose para no llamarse a engaño. Pero cuesta.