
La vida que llevamos y un presente tan desbordante de estímulos provocan que no nos paremos a pensar en las cosas que realmente nos deberían importar, empezando por la música que nos emociona.
Asistir a un concierto. Hacer una foto. Compartirla en redes. Consultar el programa para ver cuál es el siguiente músico/s que va a reclamar nuestra atención. Sufrir ante la disyuntiva de tener que elegir entre cuatro escenarios al mismo tiempo. Desviarnos para ir al baño o pedir una cerveza. O ambas cosas. Acabar viendo tramos de veinte minutos de cada bolo. Ninguno completo. Estar más tiempo de tu vida pensado qué vamos a ver luego que disfrutando de lo que tenemos ante las narices, como la música. Y así con todo.
Esta rutina le resultará familiar a cualquiera que alguna vez haya asistido a un gran festival de música. El FOMO (fear of missing out, o sea, miedo a perderse algo) es ya un clásico de nuestro tiempo, y aunque los festivales estén ahora en standby tal y como los conocíamos a causa del rigor pandémico, el mundo sigue girando a una velocidad tan endiablada que el estrés que provocaba su multiplicidad de estímulos sigue siendo aún una metáfora válida para describir la esquizofrenia de este mundo. El que hemos creado entre todos.
En el ritmo de vida que llevamos, no hay tiempo para escuchar música ni discos enteros. No hay tiempo para leerse una noticia más allá de su titular y entradilla. Tan pronto alguien la comparte en sus redes, ya estamos deseando hacer nuestro comentario antes de leerla. Somos de gatillo fácil. O de dedo rápido, vaya. No es casualidad que twitter ahora nos pregunte si queremos leer ese contenido que estamos dispuestos a retuitear de forma irreflexiva, como un acto impulsivo.
Que twitter nos pregunte ahora si queremos leer el artículo que estamos dispuestos a compartir compulsivamente es todo un síntoma.
No hay tiempo tampoco para leerse un programa político, por eso nos enfrascamos en debatir acerca de la última estupidez del candidato o candidata de turno. ¿Quién quiere saber qué va a ser de nuestra sanidad, nuestra educación o nuestras políticas sociales cuando el mundo se puede simplificar entre dos ideas motriz – libertad, comunismo, fascismo o terrorismo etarra, igual da – que oponer como campos magnéticos enfrentados, o cuando todo el debate público se puede reducir a la posibilidad de tomarse unas cañas en una terraza poco antes de la hora de la cena?
Ya tenemos algoritmos para decirnos qué podemos escuchar en función de nuestros gustos. La prescripción depende de una máquina, no del criterio de un experto. Sí, detrás de cada máquina hay hombres. Tras cada programación hay una lógica. Pero esta carece de matices, aplica un sesgo en el que la sensibilidad o la perspicacia de los ya iniciados brilla por su ausencia. Como esos traductores automáticos que algunos diarios aplican en su versión digital y, en su lógico mecanicismo, cometen auténticas barbaridades que ningún editor ha tenido a bien enderezar porque no ha habido ninguna supervisión. Los editores y correctores de texto de los diarios, otra especie en extinción en tiempos de jibarización del lenguaje, de escribir tal y como tecleamos un mensaje de whatsapp en nuestro móvil. Porque no hay tiempo para más. No nos lo concedemos.
Servidor también se sorprende a sí mismo escuchando discos – de noche, por puro placer – que nunca llega a exprimir porque se duerme antes de que lleguen a su ecuador. A veces la situación se repite dos o tres veces en la misma noche, con dos o tres discos distintos. Es una forma demencial de disfrutar de la cultura. Ocurre lo mismo con las series, es un binge watching intermitente. Dormimos poco y mal, de forma tan discontinua como discontinuo es todo lo que consumimos.
Y cuando no, nuestro cerebro se entretiene con divagaciones acerca (también) de cuál va a ser el siguiente disco a escoger de nuestra estantería o de esa enorme Babel que es spotify, que cuantos más discos y canciones registra, más ansiedad transmite. ¿Qué caladero escoger cuando uno puede desplazarse del lugar más recóndito de un océano a otro, en el otro extremo del mundo, sin necesidad de mover el culo del sofá?
Cuesta no sentir ansiedad cuando el acceso a todas las músicas es como poder cambiar de caladero de un océano a otro en cuestión de segundos y sin mover el culo del sofá: ¿con cuál quedarse?
Se pone uno a seleccionar las canciones de la lista con lo mejor de abril y, apenas sin parpadear ya se nos ha echado el mes de mayo encima. Ya ni nos molestamos en escuchar aquel disco que tan excitante nos parecía hace dos o tres semanas. Lo de hace un par de meses ya nos suena a pleistoceno superior. Y pobre del músico que se atreva a publicar su discos en los primeros meses de cada ejercicio: difícilmente acabará saliendo en las listas de lo mejor del año, salvo que se trate de una indiscutible obra maestra. Los críticos ni se acuerdan ya.
La noticia de hoy no será más que el pie de página del mañana. En una semana, ni nos acordaremos. El tema de portada de esta mañana apenas será un vago y difuminado recuerdo en un par de jornadas. Está pasando de todo, al mismo tiempo y en todas partes, pero ni nos detenemos a examinar con un mínimo de paciencia qué es lo que está ocurriendo realmente: por qué pasa, cuáles son sus antecedentes, cuáles pueden ser sus consecuencias, cómo se contextualiza. No hay un marco general para entender la cosas porque estas se agotan en sí mismas. Las agotamos, vaya. Se consumen como fósforos, en cuestión de segundos.
Hace unos días le comentaba a un amigo que la vida nos pasa por encima como un camión de mercancías. Cuantos más años tiene uno, más cuenta se da. Y más rápido pasan los días, las semanas y los años. Pero no es algo privativo de quienes sobrepasamos los cuarenta. Los millenials y los Z ya se han criado en una sociedad radicalmente presentista, en una dictadura de la fugacidad que no ha hecho más que fortalecerse tras la pandemia.
Aquel bienintencionado deseo de aprovechar el confinamiento para tomar aire, hacer un reset y disfrutar con calma de las cosas de la vida, duró más bien poco. Ahora todo vuelven a ser prisas, como si hubiera que aprovechar y exprimir al máximo aquel tiempo perdido. Aunque sea sin darnos cuenta de que, en la vorágine del día a día, es la vida la que se nos escurre más que nunca. Como el aceite entre las manos.
Ojalá supiéramos poner el foco en los asuntos realmente importantes. La música que nos emociona, la amistad, la familia, la pareja. Pero vivimos tan bombardeados por una sobredosis de estímulos – aplicaciones, redes sociales, bienes de consumo – que apelan a cosas que, en realidad ni siquiera necesitamos tanto (aunque nos creamos que sí), que no lo tenemos nada fácil.