La nueva serie del británico, It’s a Sin (HBO), que recuerda los años del SIDA en el Londres de los ochenta a ritmo de canciones de Bronski Beat, Pet Shop Boys, Soft Cell o The Teardrop Explodes, ahonda en un pasado que ahora vemos con otros ojos.
Asumámoslo: ni el guionista más retorcido podía prever que en la escaleta de nuestras vidas irrumpiera una pandemia que nos obligara a cambiar nuestros hábitos sine die (la cosa apunta, de momento, a más de dos años largos) y dejara un reguero de varios millones de muertes desde Boston a Vladivostok. La cruda realidad ha puesto de vuelta y media al género de ficción que más había despuntado en el último lustro, el de las distopías, esas visiones apocalípticas de un futuro inminente que hace poco más de un año nos parecían deformaciones exageradas de nuestras psicosis sociales y hoy en día tenemos la sensación de estar ya viviendo en su interior.
El ácido sentido del humor británico incentivó el talento de escritores como Charlie Brooker y Russell T. Davies, hasta el punto de que, cuando la realidad ha empezado a imitar algunas de sus ficciones televisivas, ellos también han perdido el filo, como si el emborronamiento de los límites entre lo tangible y lo imaginado les hubiera descolocado: el último retoño del primero de ellos, el creador de la celebrada Black Mirror, aquella Death to 2020. A la mierda 2020 (también en Netflix) que repasaba en clave satírica el año de la calamidad, resultó de lo más irregular.
El ácido sentido del humor británico ha espoleado la factura de distopías que corren el riesgo de quedar empequeñecidas por todo lo que estamos viviendo en los últimos meses.
Mas atinado ha sido el último envite del segundo, un Russell T. Davies que, tras el éxito de la perspicaz Years & Years (no tanto como para que su única dolencia inherente sea poco más que una gripe asociada al mono, cerca de 2030), emitida en HBO, se retrotrae ahora con It’s a Sin (también HBO) al pasado para rescatar los tiempos de otra enfermedad devastadora que ahora, con la que nos está cayendo, vemos a través de un filtro muy diferente al de 2019: el SIDA y el desconcierto que generó a principios de los años ochenta, especialmente entre la población homosexual de grandes ciudades como Londres, donde se emplaza su historia.
Se trata de una serie de una sola temporada y cinco capítulos – miniserie, pues, no exige un atracón, no pide que nos abandonemos al binge-watching – que se mueven al ritmo de canciones totémicas como la propia «It’s a Sin» Pet Shop Boys (la que le da título, una oda a las contradicciones entre el deseo no convencional y una educación católica), «Tainted Love» de Soft Cell, «Smalltown Boy» de Bronski Beat, «Karma Chameleon» de Culture Club, «Call Me» de Blondie, «Reward» de The Teardrop Explodes o la propia versión que los Years and Years (la banda del mismo nombre que la anterior serie de Russell T. Davies, que además lidera Olly Alexander, quien además de vocalista es el actor el protagonista de It’s a Sin) hicieron del clásico que los Pet Shop Boys publicaron en 1987.
La música de la serie se distingue por su hedonismo, su colorismo y su vitalista desafío a lo convencional.
Synth pop, new wave y pop abiertamente mainstream, hedonista y colorista para reforzar una visión que, lejos de cualquier atisbo documental, refleja un microcosmos – uno de tantos – en el que se imponen las irrefrenables ganas de vivir de un puñado de jóvenes sobre cuya vida pende un peligro aún desconocido.
En It’s a Sin, tanto Olly Alexander como la emergente Lydia West (el gran descubrimiento de Years and Years) sobresalen en un plantel de actores que cuenta también con breves papeles a cargo de veteranos como Stephen Fry o Neil Patrick Harris. Se trata, esencialmente, de una historia de descubrimientos vitales, amor, sexo y amistad, en el Soho londinense durante la primera mitad de los años ochenta, justo cuando el SIDA pasaba de ser una remota amenaza, propia de países exóticos, a una auténtica lacra que se fue cebando con millones de personas en todo el planeta, sin discriminación alguna por motivos de raza o clase social (recordemos a tantas figuras del show business que acabaron sucumbiendo).
Lo sustancial en las ficciones ideadas por Russell T. Davies, y es algo que ya era bien palpable en Years and Years, es la imponente vitalidad de sus personajes, su consumada destreza para bailar al borde mismo del abismo. Su capacidad para encajar los golpes de la vida con naturalidad, ya sea una crisis económica de caballo, los estragos de una enfermedad letal y apenas conocida o la muerte de un ser querido como consecuencia de su implicación en el drama inmigratorio.
Los personajes de «It’s a Sin», al igual que ocurría con los de «Years and Years», son diestros para bailar al borde del abismo y beberse la vida a sorbos.
Ver ahora cada uno de los cinco capítulos de It’s a Sin, con su sangría de bajas, los cuidados intensivos recibidos por enfermos que son tratados casi como apestados, abocados a unas medidas de profilaxis extremas, y la estigmatización a la que fueron sometidos, revela las muchas costuras en común que todas aquellas historias tienen con muchos de los dramas personales que se viven estos días. La serie, lejos de caer en lo lacrimógeno o de regodearse en el drama, nos brinda una lectura extraordinaria que no debemos perder de vista: la de que, cuando la muerte puede acechar a la vuelta de la esquina, es cuando con más determinación hay que aferrarse a la vida y bebérsela a sorbos.