Florian Schneider, John Prine, Luis Eduardo Aute o Ennio Morricone son algunos de los nombres que nos dejaron durante el año pasado. Es un tópico, pero quedará siempre con nosotros su música.
Los músicos hacen que el devenir de los días sea más fluyente y placentero. Sin embargo, este 2020 la cultura está de luto. Aunque la música de Kraftwerk llevaba años sonando sobre los escenarios sin su presencia, ya nunca será exactamente lo mismo sin la sombra de Florian Schneider. Tampoco la americana gozará del magisterio de John Prine. Ni el pop vitaminado podrá nunca renovarse con un nuevo chute de energía a cargo de Adam Schlesinger. Y los atardeceres de Ibiza siempre reservarán uno de sus últimos destellos para José Padilla, el DJ que los decoró con una música que popularizó en todo el mundo, aunque luego proliferasen las copias de baratillo. De la misma forma que, cuando – a la inversa – veamos el sol salir de buena mañana, podremos acordarnos de una de las canciones que mejor plasmó en castellano el momento de la aurora: “Al alba”, que ya nunca sonará de boca de Luis Eduardo Aute.
Son solo algunos de los músicos que nos han dejado a lo largo del infausto 2020, un año que nos legó un recuento de bajas algo más abultado de lo habitual. ¿La culpa? Es fácil descifrarla: el puñetero virus. Sin ahondar en comparativas que no proceden, seguramente ninguna de esas figuras tenga el peso específico en la historia de la música que ostentó Little Richard, uno de los grandes padres del rock en su vertiente más despendolada y sexualmente heterodoxa. Pero todos y cada uno de ellos fueron esenciales en sus respectivos negociados, perfilando estilos, delineando la silueta de cauces de expresión sin los cuales no entenderíamos lo que fue el siglo XX, ese que llevamos despidiendo ya al menos un buen lustro, desde que se nos fueron Lou Reed y David Bowie.
Basta evocar la figura de Ennio Morricone, por ejemplo, para dar fe de su inmensa aportación a la cultura de nuestro tiempo con sus imponentes bandas sonoras. El revival post punk perdió a uno de sus principales (e involuntarios) arquitectos: Andy Gill, sin cuya existencia seguramente no entenderíamos a Franz Ferdinand. El afrobeat, y la música de The Good, The Bad and The Queen, posiblemente ya nunca vuelvan a ser las mismas sin el percusionista Tony Allen. Tampoco sin Manu Dibango, el músico que cardó la lana con su «Soul Makossa» para que otros (Michael Jackson, Rihanna) acrecentaran su fama, en parte, gracias a aquella lección seminal. El jazz español tampoco será el mismo sin Pedro Iturralde. Ni la canción de autor sin Rafael Berrio o Joaquín Carbonell. Ni el hip hop sin Jota Mayúscula, uno de los grandes nombres de su primera edad de oro. Ni el pop de acentos latinos y vocación mainstream sin Pau Donés y la proyección que tuvo su mayúsculo ejemplo de entereza ante la muerte. Ni la rumba ni el flamenco serán los mismos sin Parrita. 2020 ha sido un año para todos, pero sobre todo para los músicos.
Ni el soul de guitarra de palo sin Bill Withers. Ni el más tradicional, el más sanguíneo, sin Betty Wright. Ni tampoco las próximas generaciones de guitarristas gozarán de un maestro tan diestro y pirotécnico como Eddie Van Halen. Ni tampoco el reggae con Toots Hibbert, siempre reivindicado por Amy Winehouse y cientos de músicos a través de sus versiones de “Monkey Man”. También faltará una de las piezas del enorme puzzle que supone el pop británico de los años sesenta sin Spencer Davis, por mucho que fuera Steve Winwood el hombre que propulsó el sonido de su banda hasta el infinito.
Como ocurre cada año en la entrega de los premios Goya, cuando la pantalla exhibe los semblantes – en riguroso blanco y negro – de todos los actores fallecidos en España a lo largo de los doce meses anteriores, este enorme listado de nombres quizá solo habiten en nuestra memoria durante unos pocos segundos, como un vago recuerdo de este año pasado 2020 que preferimos eliminar de nuestro disco duro. Pero el legado de estos músicos no dejará de recordarnos su grandeza, año tras año.
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