Una alucinante historia de fama, villanos, traiciones y celos. Eso es el documental sobre el cuarteto que nació en Ibiza y triunfó a principios de los noventa.
Puede que Locomía te importen un pito. Es más, seguramente sea así. Yo mismo los recuerdo como una bizarra extravagancia de la época. Una frivolité que poco (o nada) tenía que ver con mi mundo. Al menos, con la música y los discos que en aquella época (entre los 17 y los 21 años) escuchaba. Un producto hecho para figurar en Noche de Fiesta o en cualquier otro show televisivo de sábado noche, esos que paradójicamente solo veían quienes en realidad no salían de fiesta: la gente mayor. O los y las preadolescentes despistadas que aún no tenían edad. O la gente con querencia por lo petardo, llevado al límite de lo verosímil.
Aún así, su reciente documental lo tiene todo para que te enganches a él. Sus tres capítulos se ven en un suspiro. Porque aunque su aportación a la música de este país (o de cualquier otro) sea de lo más insignificante (no hace falta ni recordarlo), su compleja historia es reflejo también de la que vivió España entre finales de los ochenta y mitad de los noventa. Igual de contradictoria, extravagante, explosiva, turbia y fugaz.
“Locomía experimentaron un éxito igual de fugaz, extravagante y turbio que aquella marca España que del 92 al 94 pasó de la modernidad rampante al descrédito de la corrupción”.
Recientemente estrenado en Movistar +, el documental Locomía (2022), dirigido por Jorge Laplace, tiene todos los ingredientes de una buena historia. Un relato de amores, celos, villanos, traidores, suplantaciones y un enorme pelotazo comercial que duró lo mismo que la presunta modernidad de un país que en 1992 se creía en la cresta de ola (Olimpiadas, Expo) y en 1994 mostraba ya la carcoma de un corrupción sistémica y el alboroto gallináceo de una incipiente prensa sensacionalista. Te pueden no interesar Locomía, y es más que comprensible, pero es complicado que tengas más de 35 años y no te interese esta historia.
Los componentes de Locomía tenían prohibido salir del armario en público, pese a que había que ser muy lerdo para no darse cuenta de que eran homosexuales. Recordemos que durante los años noventa ningún artista, menos aún un componente de una boy band perseguida por hordas de fans enardecidas y con las hormonas a tope, hacía pública su condición sexual. Su discográfica les aconsejaba eludir el tema. Solventarlo con frases hechas y ambigüedades. Hoy nos parece mentira, pero hace treinta años no era en absoluto común que alguien declarase su homosexualidad en público, en ningún ámbito. España se creía moderna, pero no lo era tanto.
Otro de los condimentos esenciales de este guiso es cómo escenifica el gran mito (por real, una y otra vez repetido en la historia de la música pop) del enfrentamiento entre una industria cruel y devoradora y el artista que quiere desligarse de su tutela cuando el dinero empieza a correr a espuertas.
Muy poca gente sabe que, pese a su apariencia de producto prefabricado, Locomía funcionaban ya antes de grabar discos como un cuarteto de animación para las noches de la discoteca Ku en sus años de esplendor, y que vivían en una especie de comuna hasta que les quemaron la casa. Tal cual. Les dejaron en la calle y sin nada, porque había quien en la isla les consideraba unos advenedizos, con sus hombreras imposibles, sus alargadísimos zapatos acabados en punta y sus espamódicos abanicos.
Luego fue cuando José Luis Gil, el empresario discográfico al frente de Hispavox (el mismo que descubrió a Miguel Bosé, fichó a Nacha Pop o condujo las carreras de Mónica Naranjo o José Luis Perales) les propuso convertirlos en un grupo de éxito. Y acertó, porque vendieron más de tres millones de discos en España y dos más en Latinoamérica, pese a no tener ni idea de lo que era cantar o escribir una canción. Las clases de baile y el diestro manejo de los paipays, al menos, sí dieron su resultado.
“Su historia recuerda a la de Milli Vanilli, por su artificiosidad, y a la de Baccara por la duplicidad de su marca”.
Todo esto recuerda mucho a lo que ocurrió con Milli Vanilli (aunque en el caso de Locomía, nadie estaba engañando a nadie sobre su pericia), y la deriva de su historia acabaría también recordando a la de Baccara, el dúo femenino de música disco de finales de los setenta, porque en el caso de los ibicencos todo acabó siendo tan rocambolesco que también duplicarían la marca: los Locomía originales, defenestrados por su enorme error de cálculo tras desafiar a José Luis Gil y cambiar de mánager, y los segundos Locomía que Gil se sacó de la manga para seguir exprimiendo el invento, que fueron abiertamente rechazados por la legión de fans que habían seguido al grupo desde el principio. Aquello tenía fecha de caducidad por ambos costados.
Mucho se habló de ellos en los últimos años por la muerte de dos de sus componentes, Santos Blanco y Frank Romero, ambos en 2018 y con solo un mes de diferencia, cuando no contaban ni cincuenta años. Pero son solo dos de los cerca de veinte miembros que ha tenido Locomía en sus distintas encarnaciones, y pintaban bien poca cosa. Ahí, el gran enfrentamiento, y es algo que a lo que el documental saca muy buen partido, con un montaje sencillo pero dinámico, fue entre el empresario José Luis Gil y el fundador de Locomía, Xavier Font, un personaje entre visionario e iluminado, ambicioso y devorador (en todos los sentidos, él mismo dice inventó el poliamor que su promiscuidad sexual se avanzaba a su tiempo).
El gran conflicto que se larva entre ambos, con esos primeros planos y contraplanos en los que ambos se prestan a poner cara de malotes de película, con gesto desafiante, es otro de los motores de esta historia de éxito efímero, de montaje ágil y no exento de sentido del humor, que refleja tan bien cómo era la industria de la música, cómo era gran parte del público consumidor y cómo era nuestro país en aquella época.