Se cumple un año de la muerte del jugador italiano, que tocó de cerca a quienes nos aficionamos al fútbol con sus goles en España’82.
Su carrera no tuvo la mecha de las indiscutibles grandes leyendas del fútbol mundial, pero el triunfo de Paolo Rossi en 1982 lo tuvo todo para que una legión de chavales que entonces ni avistábamos los diez años quedáramos abducidos por ese juego de once señores contra otros once señores corriendo en calzones detrás de una pelota. Y que esa seducción por el fútbol durase toda una vida. Fue el éxito del underdog, que dicen los anglosajones. Del desahuciado. Del profesional echado a perder, ese en quien nadie creía ya.
Un tipo delgaducho, sin altura, sin aparente carisma, que llevaba un par de años apartado de los terrenos de juego por su implicación en un escándalo de apuestas amañadas. Un ilustre oportunista en el terreno de juego. Como Inzaghi. Como Raúl. Era muy fácil que cualquiera de nosotros, esmirriados chavales crecidos en plena Transición, con el amenazante horizonte de la preadolescencia en lontananza y toda la tierna desorientación que comporta, nos sintiéramos identificados con la imprevisible epopeya que protagonizó durante tres semanas del verano del 82. Además, en nuestro propio país.
«El de Paolo Rossi fue el éxito del underdog, del desahuciado, del profesional en el que nadie creía ya».
Por no tener, ni siquiera aquel equipo había tenido un inicio prometedor. Como se decía antiguamente de los hijos de los gitanos, la selección italiana tampoco gozó de buenos principios en aquel Mundial. Su primera fase fue un desastre. Tres empates consecutivos ante potencias como Polonia (a quien ganarían luego en semis), Perú o Camerún. El goal average les salvó el culo, mientras en su país no querían ni verles de vuelta.
Pero todo cambió tras aquel grupo que les enfrentó a la Argentina de Maradona y Passarella y a la Brasil de Zico, Sócrates y Falcao. Paolo Rossi se los fue cargando a todos por el camino. Así hasta llegar a la final, contra Alemania, que también sucumbió y se llevó lo suyo. Pero la tarde del 5 de julio en el Estadi de Sarrià, ese partido que una generación entera vimos pegados al televisor, es algo que no olvidaremos nunca. Rossi apeaba a una de las mejores selecciones brasileñas de toda su historia cascándole tres goles. De listo. De puro pillo.
«El del 5 de julio en el Estadi de Sarrià es ese partido que una generación entera vimos pegados al televisor y no olvidaremos nunca».
Recuerdo celebrarlo corriendo por el pasillo de mi casa, pegando gritos como si quien hubiera marcado aquellos roscos fuera la decepcionante selección española que tuvo el penoso honor de ser la anfitriona más floja de la historia. Aún no tengo ni idea de por qué. Solo sé que fue algo mágico. Quizá porque casi todo el mundo esperaba otro desenlace, y brotó lo imprevisible. Con todo su insolente descaro.
Fue el primer partido que realmente me inyectó pasión inequívoca por ese deporte tan indescifrable que es el fútbol, cuyo poderío quizá solo se explique porque, a diferencia de lo que ocurre casi siempre en el resto de deportes de equipo, no siempre gana quien más méritos contrae sobre el campo ni quien más dinero acumula en su cuenta corriente.
El inesperado triunfo del bambino d’oro en aquella España que se creía moderna llegó, precisamente, cuando los años del plomo (el reguero de atentados terroristas que sacudió Italia desde los sesenta) se desvanecía, y justo cuando el fenómeno del italodisco, del que tan buena nota tomarían luego Pet Shop Boys o Madonna, comenzaba a conquistar media Europa.
Escribía Vicent Chilet en Panenka, en un delicioso artículo a los pocos días de la muerte del punta transalpino, que «Sotto la pioggia», de Antonello Venditti, era la canción que escuchaban a diario Paolo Rossi y su amiguísimo Marco Tardelli durante aquella concentración que les llevó a conquistar el cetro mundial contra todo pronóstico.
Para entonces, ya hacía casi un año que Pino d’Angio había conquistado las listas de nuestro país al ritmo de «Qué idea», y faltaba muy poco para que Ryan Paris, Gazebo, Baltimora, Spagna y demás productos bailables gestados en laboratorios transalpinos hicieran lo propio.
En cualquier caso, si hay una canción por la que uno es capaz de recordar a Paolo Rossi y aquella mágica tarde en Sarrià es por «Eye in the Sky», de Alan Parsons Project. Puede sonar bien extraño. A algún documentalista de TVE se le ocurrió utilizarla para sonorizar un extenso reportaje, con imágenes a cámara lenta, que de aquel partido emitió el programa de resúmenes con el que todas las noches nos pegábamos todos a la pantalla del televisor.
Era un hit desde mayo, también aquí. Mi padre tenía incluso la cinta de casete del álbum homónimo. Sonaba en el coche familiar, claro. Tenía lugar de privilegio en la guantera. Ya nunca la he vuelto a escuchar desde entonces. Ni ese ni ningún otro disco de Alan Parsons.
«A algún documentalista de TVE se le ocurrió para sonorizar un extenso reportaje sobre el Brasil-Italia con «Eye In The Sky», de Alan Parsons Project, en lugar de escoger cualquier hit italodisco«.
Pero había algo en su tenue, comercialoide y muy aorizada melancolía, en simbiosis con esos primeros planos de supporters brasileños sollozando desconsolados en la grada, que sugería -y puede que ahí esté su puñetero embrujo- que tras el oropel de la euforia latía la irreparable amargura de esas derrotas que, de tan inexplicables, pueden llegar a ser tan épicas (o incluso más) que la más legendaria de las victorias.
Y eso, al fin y al cabo, es también de lo que trata esta complicada y maravillosa vida en cualquiera de sus aspectos. De alegrías enormes y ejemplares batacazos. Aunque un chaval de ocho años solo fuera capaz de empezar a entenderlo con un bonito video que resumía uno de los partidos de fútbol más inexplicables y locos que podrá ver en su vida.