La vida del rey del rock and roll cobra una dimensión estratosférica en la última película de Baz Luhrmann, el mejor estreno cinematográfico de este verano.
Suena hip hop en la mítica Beale Street de Memphis, una de las cunas del blues. Eminem. También Doja Cat. Hasta Diplo. Los más puristas se indignan. ¡Sacrilegio! ¿A quién se le ocurre insertar música del siglo XXI en una escena ambientada a mitad de los años cincuenta del siglo pasado? Menuda incongruencia.
Quizá olviden, o directamente ignoren, que en Moulin Rouge (2001) sonaban Fatboy Slim, Beck o David Bowie. Sí, una película que trataba sobre el esplendor de un cabaret de principios del siglo XX, décadas antes de que ninguna de estas músicas hubiera nacido. Así es Baz Luhrmann.
Nada nuevo bajo su sol. Hasta cierto punto transgresor, siempre merodeando lo postmoderno, aunque en realidad no quepa hablar de inconsecuencia si reparamos en que el hip hop forma parte de la misma estirpe que el blues, el soul o el funk, es un afluente de la misma línea sucesoria, por mucho que lo que representa como eslabón se nos escenifique casi como ucronía sonora. En un contexto presuntamente ajeno.
“Hay quien se idigna con la inclusión de hip hop, quizá porque olviden o ignoren que ya en “Moulin Rouge” (2001) sonaban Fatboy Slim, Beck o Bowie”.
Tributo más que justificado, en cualquier caso, al enorme caudal de la música negra con el que un adolescente Elvis Presley se topó en forma de parteaguas: vibrante la escena en la que se debate entre la lujuria de una tórrida casa de blues y la espiritualidad de una iglesia gospel. Emociona. ¿Qué son el hip hop y el r’n’b sino reformulaciones de todo aquello?
Y es fantástico que así sea. Que así siga siendo el cine de Luhrmann. Porque puede decirse que su Elvis (2022) es también su mejor película desde aquella que protagonizaron Nicole Kidman y Ewan McGregor hace dos décadas. Es un fastuoso espectáculo que conviene ver en una sala de cine. Dos horas y media de frenesí. Un festín sonoro y visual. Tanto si te sugiere algo la figura mítica de Elvis Presley como si no lo hace en absoluto.
Con su habitual estilo: excesivo, acelerado, fragmentado, incluso a veces apabullante, visualmente magnético. Quien quiera aferrarse a un relato cien por cien fiel a la historia real, que se haga con un buen documental. Esto no lo necesita. Es cine. Y del grande. Una vez más.
“Es una película excesiva, acelerada, fragmentada, a veces apabullante y visualmente magnética, como el mejor Luhrmann”.
Tom Hanks cumple de sobra en su papel de Coronel Parker, con el histrionismo que demanda el personaje, hilo conductor en su cometido de gran villano, pero Austin Butler directamente se sale en su rol antagonista del rey del rock, bordando ese personaje inocente, vulnerable y provinciano que, incapaz de salir de los EE.UU. más que para cumplir con el servicio militar, se ve recluido en su cárcel de oro de Las Vegas durante un lustro bien crematístico pero también abocado a una irresoluble y fatal adicción a todo tipo de pastillas. La obesidad. La decadencia. La muerte con solo 42 años, tras un renacimiento escénico que se auguraba inverosímil.
Las interpretaciones musicales de Butler en Las Vegas y también en Tennessee son un portento, pero es la dirección del cineasta australiano la que conecta magistralmente con la alterada psique colectiva de un país sometido a vaivenes (los asesinatos de Kennedy y Martin Luther King, los crímenes de Altamont y la familia Manson) que cambiarían el curso de la historia. El Elvis renacido de Las Vegas, el de los años setenta, fue como una suerte de hiperbólica vuelta al mito fundacional del rock, un retroceso orgullosamente hortera al útero materno en tiempos de irreversible mudanza (el glam rock, el progresivo) en un país y una sociedad que ya no volverían a ser los mismos.
No perdáis la ocasión de verla. Y si es en un cine, mejor.