La película de León de Aranoa, nominada a veinte Goyas y elevada a las alturas por un enorme Javier Bardem, nos pone ante el ingrato espejo de nuestras miserias laborales.
Si el número de nominaciones fuera proporcional a nuestra conciencia de clase trabajadora, El buen patrón (2021), la última película del siempre solvente Fernando León de Aranoa, sería la más explosiva bomba de relojería que podría anidar en el seno de nuestras empresas. Grandes o pequeñas. La peor pesadilla de nuestra patronal.
Así de ácido, cáustico, implacable y crudo es su relato, por mucho que en gran parte de su metraje toda esa hiel venga envuelta bajo los (engañosos) modismos de una amable comedia. Son las suyas unas risas que ocultan una amarga realidad. Su retrato puede parecer exageradamente extremo, pero encierra su parte de verdad. Por eso nos resulta tan verosímil.
Hacía casi treinta años que ningún film superaba las 17 nominaciones que obtuvo Días contados (Imanol Uribe, 1994) a los Goya. El buen patrón (2021) ha copado hasta veinte. Prácticamente en todas las categorías. También puede optar al Oscar de Hollywood a mejor película de habla no inglesa. Ha pasado el primer corte.
Es obvio que los miembros de la Academia valoran el ánimo notarial de nuestra actualidad (la disyuntiva de un etarra entonces; la hipocresía de cierto sector empresarial ahora), pero la peli protagonizada por un enorme Javier Bardem, que se erige a su vez en una suerte de reprise de Los lunes al sol (Fernando León de Aranoa, 2002) pero desde el otro lado de la trinchera, el patronal, esgrime suficientes argumentos para ostentar el récord.
Tiene un guion ejemplar, un naturalismo estupendamente resuelto, una tensión narrativa que no decae a lo largo de casi dos horas y una demoledora combinación de comedia y drama, de sonrisas que se tornan muecas de incomodidad. Sin complacencia ni paños calientes.
«Como un reprise de «Los lunes al sol» (2002) pero desde la trinchera opuesta, ofrece una demoledora combinación de comedia y drama, de sonrisas que se tornan muecas».
Sin pretender hacer spoiler a nadie: la última escena es demoledora. La cuota feminista y muticultural aparece perfectamente plasmada en esa presentación que la firma Básculas Blanco ofrece ante una comisión evaluadora, pero para entonces el espectador ya sabe perfectamente que los motivos de fondo para contar con una mujer joven como responsable de marketing y con un hombre marroquí como jefe de logística son una burda patraña. Una componenda. Una falsa corrección política.

El buen patrón (2021) es una película que nos habla de algo que es universal, aunque lo escenifique desde lo local, en una pequeña empresa de una gris capital de provincia española. En lugar de apostar por una gran multinacional, de esas cuyos jefes son capaces de cargarse a 900 empleados de golpe y con una llamada de zoom, su jerifalte opta por recrear un microcosmos que podría ser perfectamente aplicable a cualquier pequeña o mediana empresa.
Afronta una historia de andar por casa porque es también la forma más directa y menos efectista de transmitir su mensaje, tan despiadado como tristemente común. La cercanía de sus personajes es su mejor arma. Y logra que un tipo tan despreciable como es Julio Blanco, interpretado por un mayestático Bardem, que se convierte literalmente en otra persona, nos llegue a caer hasta bien. A veces, muy bien. Él mismo es la película, por otra parte un brillante estudio sociológico hecho secuencia de fotogramas.
«Nos pone ante algunas de nuestras miserias: el clasismo, la hipocresía, el machismo, el abuso de poder, el nepotismo y la doble moral».
El buen patrón (2021) nos pone ante el espejo de algunas de nuestras más inconfesables miserias como sociedad. El clasismo, la hipocresía, el abuso de poder, el machismo, el nepotismo, la doble moral y el falso y desleal paternalismo del empresario que trata a sus empleados con la condescendencia de quien les considera parte de su familia hasta que dejan de servir a su propósito: entonces pasan a ser solo fríos números, otra vez. Son todas cuestiones que discurren a lo largo de dos horas que se consumen en un soplo, y nos hacen salir de la sala de cine con la mollera barruntándolas, lejos de la desconexión instantánea que otros productos visuales de usar y tirar nos inspiran.
Un peliculón, vaya. No os la perdáis.