
La primera gala telemática en la historia de los premios fue un espectáculo conciso que nos ahorró las tradicionales críticas de turno.
Quizá no haya mal que por bien no venga, pero esto de que los premios Goya tuvieran que entregarse con los nominados asistiendo desde el sofá de su casa, a quienes apenas veíamos como muñequitos trajeados y vestidos con sus mejores galas, a través de una diminuta pantalla, tuvo sus ventajas. Por de pronto, el pimpampun incesante con el que cada año los haters de turno nos daban la matraca, ha quedado en suspenso. O nos ha llegado con sordina. Que si la ceremonia es excesivamente larga, que si las actuaciones musicales y los gags humorísticos no tiene ningún sentido, que si los agradecimientos de los premiados resultan redundantes y eternos… y (sobre todo) que si al presentador le viene tan grande el rol de presentador que no debería estar ahí. Ser el conductor de la gala de los Goya llevaba muchos años siendo deporte de riesgo. Como convertirse en receptáculo de todos los mandobles habidos y por haber. Peor que sentarse en el banquillo del seleccionador nacional, desde luego.
Ser el conductor de la gala de los Goya se había convertido últimamente en deporte de riesgo.
Los presentadores de 2021, Antonio Banderas y María Casado, estuvieron más que solventes. Sin explayarse más de la cuenta. Sin incurrir en chistes de dudoso gusto que, tal y como está el patio, nadie necesitaba. Dándole a la transmisión el toque de seriedad, elegancia y (por qué no) hondura que requería, con más de un 70% de las salas del país cerradas y miles de profesionales pasando las de Caín.
Las actuaciones musicales, quizá con la única excepción – y con matices – de Nathy Peluso, quien generó cierta controversia porque no es que «La violetera» case demasiado con su registro, también redundaron en la sobriedad que requería el formato. Vanesa Martín bordó una versión en castellano de la maravillosa «Un núvol blanc» (Lluís Llach) durante los minutos dedicados a la memoria de quienes se fueron durante los últimos doce meses, y Aitana solventó con nota la papeleta de encarar el «Happy Days are Here Again» de Barbra Streisand. Otra cosa es lo del Goya a Rozalén de España a la mejor canción por su tema para La boda de Rosa. Desde hace un tiempo la tenemos hasta en la sopa, por si no hubiera sido suficiente con su omnipresente turra durante el confinamiento. Nota altísima también para Carlos Latre haciendo de Pepe Isbert en Bienvenido Mister Marshall (1953) como homenaje a Luis García Berlanga.
Las actuaciones musicales fueron solventes y redundaron en la sobriedad que requería la ocasión.
Sí, ya sabemos que el cine es sobre todo espectáculo, pasión, teatralidad, escenificación, a veces incluso unas buenas dosis de desmesura. Pero, haciendo de la necesidad virtud, la ceremonia fue todo aquello que muchas veces todos hemos deseado que fuera: un show directo y al grano, sin sentimentalismos baratos, sin agradecimientos aburridamente kilométricos, sin extenuantes desfiles de VIPs por la alfombra roja, sin muestras de autocomplacencia de cara a la galería ni demasiadas coartadas para volver a utilizar esa palabra tan sobreexplotada y hortera: glamour. Solo sobró que alguien se olvidase de capar un micro para ahorrarnos los comentarios machistas de un par de alcornoques.
Si a eso le sumamos la ausencia del ruido de sables de las RRSS, casi que dieron ganas de que siempre fuera así. Bueno será, por supuesto, que en 2022 no se repita la experiencia y recupere su formato tradicional, por el bien de una industria que, con sus virtudes y sus defectos, sigue jugando un papel esencial en nuestras vidas. Seguimos necesitándola.