Leos Carax y Sparks firman, con la complicidad de unos enormes Adam Driver, Marion Cotillard y Simon Helberg, un magnético film musical que no se parece a ningún otro que hayas visto.
No hay gloria sin riesgo. Ni riesgo con red. Ni ausencia de red sin la posibilidad de que a uno le tilden de pretencioso. De efectista vendemotos. De artista obsesionado con aquello que alguien bautizó (hace más de cien años) como Épater le bourgeois. Lo sabe muy bien Leos Carax, pero no tiene pinta de que a estas alturas eso deba preocuparle. En absoluto.
El parte de daños que cualquier película suya puede generar bien podría abultarse si el director se alía con otros perros verdes: Sparks. Los hermanos Ron y Russell Mael. El desbordante proyecto musical que podría haber sido tan grande como Queen, si no hubieran sido consumados expertos en el arte de autosabotarse mudando de piel con mordaces dosis de ironía, autoparodia, vitriólico sentido del humor para consigo mismos y para ese mundo que difícilmente podrá abrazarles ya como la bandaza que son, no importa que se vayan de gira con Franz Ferdinand (revitalizando, de paso, la carrera de los escoceses) o con el sursum corda. Con tales premisas, el alambre bajo la carpa se estrecha. El número de equilibrismo se complica. El ostión puede ser de campeonato. No olvidemos que hasta el propio guion (y no solo las canciones) es de Sparks. Los cuchillos aguardan, bien afilados.
Quizá si uno está familiarizado con títulos como Los amantes del Pont-Neuf (1991) o Holy Motors (2012), o con discos como Kimono My House (1974) o FFS (2015), el aterrizaje sobre Annette (2021) no tenga nada de forzoso. Ni de traumático. Pero me resisto a aceptar que esta película necesite una contextualización previa para atrapar desde su primera escena, fascinar desde su ecuador y marcar a fuego desde que uno abandona la oscuridad de la sala de cine.
No es necesario intuir que la pareja que forman ahora Adam Driver y Marion Cotillard es algo así como un trasunto de la que formaban Juliette Binoche y Denis Lavant bajo los puentes de París pero enmarcada ahora en el turbador paisaje urbano, prácticamente distópico, de Holy Motors (2012), transplantado a Los Ángeles. Es esta una travesía para la que no hacen falta mapas. Una moderna pesadilla angelina. Otro reverso tenebroso de la ciudad de las estrellas, que tiene poco en común con cualquier relato similar.
Se ha dicho de Annette (2021) que intenta explicar demasiadas cosas en muy poco tiempo, que vomita una sucesión de ganchos visuales a todas luces excesiva, que no trenza del todo bien sus motivos narrativos, que no encaja en el proverbial canon de un musical. Que es un totum revolutum y un horror vacui. Todo a la vez. Como si algunas de esas supuestas carencias no desvelaran también, a su vez, sus enormes virtudes. Como si sus grietas impidieran disfrutar de una película rebosante de ideas, de reflexiones, de un vigor narrativo y (sobre todo) visual que hacen que no se parezca a ninguna otra. No, no es un musical al uso. No hay tramos hablados interrumpidos por gorgoritos y súbitas coreografías. Ni falta que le hacen, desde luego.
Annette (2021) nos habla del amor, de la entrega, de la creatividad, de los egos maltrechos cuando esa creatividad es interferida por una vida que no se amolda a su canon, de los celos, de la envidia, de la mezquindad, del crimen, de la redención y la culpa, de la paternidad creativa y también de la física, de la explotación infantil en el mundo del espectáculo (sobrevuela cierta -lógica- estupefacción en la sala en el momento en el que Marion Cotillard da a luz a una marioneta), de los estragos de la celebridad, de la complicada relación del artista con su público y cómo de caprichoso y volátil puede ser este y, cómo no, de la masculinidad nociva y sus perversos excesos, uno de los grandes temas en la agenda mediática de la última década.
Cada uno de esos temas está ahí. Todos. Percutiendo en la jeta del espectador. Y con la retranca, la guasa y el ácido sentido del humor de la casa Sparks. Sin duda, la mejor forma de aliñar (esos noticiarios del corazón en forma de flashes son solo un ejemplo) un material que, presentado de cualquier otro modo, hubiera resultado indigesto por su gravedad. ¿Son demasiadas cosas? Claro que sí. Pero todas presentadas con sentido. Y también con algo de sensibilidad. No es un videoclip de dos horas y media. En absoluto.
Si tuviera que quedarme con cuatro escenas de sus 140 minutos (de los que apenas ni uno se me hizo bola), serían estas: el arrollador inicio con todo el elenco -actores, músicos, director e incluso la hija de este, a quien va dedicada la película- caminando juntos en actitud desafiante mientras interpretan «So May We Start», el inquietante monólogo en el que un enorme Adam Driver se interpreta a sí mismo y a su mujer agonizante tras un ataque de cosquillas (tal cual), el travelling circular del director de orquesta que borda Simon Helberg como tercero en discordia y el aleccionador diálogo final entre padre e hija, ya desligada esta de su codiciosa tutela.
Si acudís a verla, puede pasar cualquier cosa. Suele ser así con Leos Carax. Que os parezca insufrible o bien una genialidad. En mi caso, cuando la moneda ha aterrizado en el suelo tras ver una película con su firma, siempre ha salido cara. Nunca cruz. Y esta vez, además, hay una banda sonora (link bajo estas líneas) de excepción, con mucha entidad. Tanto sin imágenes como con ellas. Yo no me lo pensaría.