
El festival, que lleva tiempo premiando estilos musicales más clásicos y alejándose de recientes sobredosis de chabacanería, rescató – vía voto del público – el glam rock más tópico de la mano de los italianos Måneskin.
Corren tiempos de repliegue en toda Europa. De refugiarse en viejas esencias. De no experimentar demasiado, no vaya a ser que se nos vaya la mano en un momento en el que – populismos, fracturas, Brexits y pandemias mediante – bastante gripado tenemos ya el invento.
Hace muchos años que Eurovisión ofrece la cara más estridente, jaranera y también hortera (por qué no decirlo) de esa Europa que se resiste a licuarse como otro proyecto fallido, pero también en sus galas se aprecia en los últimos tiempos una vuelta a cierto conservadurismo, que tiene más que ver con atar en corto ciertos excesos (la galería de freaks que desfilaban hasta hace bien poco corría el riesgo de desbordar el asunto hasta hacerle carecer de sentido y desplomar audiencias) que con un aprecio por la canción-canción, la tradicional.
Que algo de eso también hay desde que el susurro de Salvador Sobral ganó por primera vez para Portugal hace cuatro años con una canción serena, delicada, deudora del jazz vocal y de la saudade de la bossa y del fado, en las antípodas de los delirantes excesos pirotécnicos que le precedían, sobre todo los llegados desde la Europa del Este.
Algo cambió desde que Salvador Sobral ganó hace cuatro años con una delicada pieza de jazz vocal.
Los delirios sintéticos cotizan a la baja en el fiestón eurovisivo, también el horror vacui porque sí y las imitaciones baratas de Lady Gaga o de Beyoncé, que también las hubo el sábado en Rotterdam. El asunto se disputaba al final entre músicos que se remitían a códigos sonoros y estéticos que tienen más de cuarenta años, y que los reivindicaban con – relativa – sencillez. Experimentos, los justos.
Por un lado, una grandilocuente balada al estilo de la torch song clásica (Suiza), por el otro, una reivindicación de la chanson francófona de toda la vida, la que brindaron durante décadas Jacques Brel, Edith Piaf, Charles Aznavour o años más tarde el propio Benjamin Biolay; y por el otro, una sacudida de glam rock lenguaraz, insolente y tópico, que bien podría haber salido de los años ochenta (Italia).

También hubo algunos otros desvíos de guión que tuvieron su jugo: el nu metal de Finlandia, la interesante mezcla de música tradicional y electrónica de Ucrania, el resultón synth pop de Israel y Lituania, el soul jazz de buena factura de los representantes de Portugal cantando por primera vez en inglés, los siempre elegantes Hooverphonic regresando después de mucho tiempo y representando muy dignamente a Bélgica y, sobre todo, la divertidísima aportación de los islandeses Dadi & Gagnamagnið, seguramente quienes mejor supieron leer la ocasión, riéndose de todo y de todos – incluidos ellos mismos – a lomos de una estupenda canción de pop electrónico. La tierra de Björk, Gus Gus y Sigur Rós siempre tiene algo especial.
Sobre lo de España y Blas Cantó, mejor correr un tupidísimo velo. Algún día alguien explicará cómo es posible enlazar tal sucesión de calamidades, como apuntaba la periodista Patricia Godes, autora de un reciente libro sobre el festival, hace unos días. Tan solo quedaron por detrás de España el triste alemán del ukelele y el representante británico (su canción no merecía el cero patatero: ¿factura por el Brexit?), quien al menos regó su pena en alcohol y se olvidó pronto de la congoja.
Alguien podrá explicar algún día la sucesión de calamidades enlazadas por España con las canciones que elige en las últimas décadas.
Pero el gato al agua se lo llevó finalmente Italia gracias al abrumador voto del público. Ahí fue donde ganaron de calle. Habrá quien lo vea como el triunfo del rock en un contexto en el que se cuestiona – con razón – su primacía como género dominante (y uno se imagina a detractores feroces del reggaeton pulsando sus móviles hasta dejarlos casi sin batería), pero si el rock que hay que reivindicar es el de los romanos Måneskin, apaga y vámonos. Resultón entre tanta sobredosis de sacarina, que siempre se agradecen un par de buenos guitarrazos, un pelín de lascivia y un chute de electricidad, pero caricaturesco hasta decir basta. Incluso con su miajita de escándalo: esa supuesta raya que se atizó su vocalista, que parecía un doble de Igor Paskual, ante las cámaras, que fue la comidilla de la noche, propició una denuncia por parte de la delegación francesa y llegó a ser desmentida por la propia banda italiana, que se sometió a un test antidrogas que dio negativo.
Que sí, que está claro que habrá quien celebre su triunfo como aquello de romper con todo para empezar de cero. Ya puestos, ¿para qué andarse con medias tintas? Pero… vaya tela. Lo suyo no deja de ser pura pose sin demasiada sustancia. Cartón piedra. Polla rock en su estado más tópicamente testosterónico. Glam rock de garrafón. Amenaza rockera de todo a cien, salida de un arcón escasamente ventilado, con olor a alcanfor setentero. Hay quien compartió fotos de Bowie a raíz de su triunfo. ¿Qué culpa tendrá el pobre Bowie? ¿Qué delito cometió el duque blanco? Solo en el contexto de lo que ha sido Eurovisión en los últimos años, o teniendo en cuenta la circunstancia de que los italianos provienen del reality X Factor, el calibre puede ser menos severo.
¿Qué culpa tendrán Bowie y el mejor glam rock de los años setenta en el triunfo de los ramplones Måneskin? ¿Qué delito cometió el duque blanco?
En cualquier caso, Eurovisión va dejando, poco a poco, de ser la parada de los monstruos en que se había convertido, para rescatar parte del interés perdido en una larga ristra de ediciones penalmente punibles. Ética y, sobre todo, estéticamente. Hasta hace bien poco, servía para hacerse unas risas y poco más. En los últimos años, plantea también – posiblemente sin proponérselo – interesantes disyuntivas acerca de qué estilos musicales se ganan el favor del público o representan de un modo más preciso los tiempos que vivimos, amén de incentivar de nuevo el debate sobre si cada país debería remitirse a sus raíces musicales – a veces para dotarlas de cierta modernidad, como fue el caso de la sorprendente actuación de Ucrania – o bien delegar en patrones importados.
Al fin y al cabo, hablamos de la cita que consagró a ABBA, Gigliola Cinquetti, France Gall, Sandie Shaw, Salomé, Céline Dion o Katrina & The Waves, y por la que también pasaron Françoise Hardy, Cliff Richard, Silver Convention, Bonnie Tyler, Franco Battiato o Telex, aunque tantas paladas de cutrez y vulgaridad como se habían ido vertiendo sobre ella ya nos hayan hecho olvidarlo.
