
El ilustrador barcelonés publica una emotiva novela gráfica que surge de la necesidad de comunicarse con sus familiares ausentes.
Basta entrar en el muro de facebook de Juanjo Sáez (Barcelona, 1972) para darse cuenta de que es un apasionado de la música pop. Ha sido siempre así, desde los tiempos de Círculo Primigenio, allá por los años noventa, y sus entregas mensuales para la revista Rockdelux, algunas de las cuales fueron recopiladas en el libro Hit emocional (2015), hasta nuestros días. Por no hablar de su trabajo para Los Planetas en aquel Principios básicos de astronomía (Octubre/Sony, 2009). Su forma de describir – tanto a través de sus viñetas como en los comentarios que escribe en sus redes sociales – las canciones y los discos que le estimulan, transmite la frescura y la espontaneidad del melómano voraz, y lo hace con esas maneras desprejuiciadas, sinceras y carentes de corrección política que muchas veces atenazan – para mal – a quienes nos ganamos la vida escribiendo de música. Sin pelos en la lengua, solo fiel a su propio criterio y gustos.
Sin embargo, su última novela gráfica prescinde de cualquier referencia musical (y hasta cultural, en general) porque su objetivo va mucho más allá: rendir cuentas con aquellos seres queridos que ya no están, con aquellos familiares a quienes, por un motivo o por otro, no tuvo tiempo de decirles todo lo que quería cuando aún vivían. Fundamentalmente sus padres, a quienes perdió en el plazo de un par de años. También su abuela, su perra o su tío. Es un ambicioso ejercicio de introspección cuya gestación se intuye de largo recorrido. Y cuya digestión deja un enorme poso. También en el lector.

Con su característico trazo minimalista y heterodoxo, y su tradicional estética, algo naïf, que tan bien encaja con la sinceridad descarnada del dibujante autodidacta que se labró su propio estilo, y dando también especial relevancia a los textos, Para los míos (Temas de Hoy, 2021) es un conmovedor surtidor de reflexiones acerca del paso del tiempo, los sueños, las pesadillas, el éxito, la culpa, la dedicación al trabajo, y – cómo no – la muerte.
Algunas de ellas son tan sencillas como memorables, como cuando dice que pronto olvidamos lo malo que ocurre en nuestras vidas y eso nos lleva a no percibir el tiempo en su totalidad, o como cuando sostiene que el cerebro humano no está diseñado para aceptar la muerte y eso es algo que se evidencia en que, cuando tenemos una pesadilla persecutoria, siempre nos despertamos antes de que nos maten.

Lejos de caer en lo plañidero, el libro rezuma esperanza, optimismo y ganas de vivir. Es un ejercicio de autoconocimiento y de madurez vital (con todos los riesgos de caer en el paulocoelhismo de frase de sobre de azúcar que ello conlleva), en el que hasta los tachones son importantes porque a veces dicen tanto como lo que está escrito correctamente, y que evita caer en la sensiblería del manual de autoyuda. Como las mejores obras surgidas bajo la sombra inspiradora de la muerte y la ausencia (un ámbito que también nos ha regalado grandes discos), si algo revela como corolario es la necesidad de exprimir cada momento al máximo.
Hay, obviamente, un ánimo terapéutico por parte de su autor, pero cualquiera que tenga un cierto bagaje vital podrá sentirse identificado con sus 437 páginas.