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Maixabel o la carísima empatía

Carlos Pérez de Ziriza
25 de noviembre de 2022
Cine, Cultura
155
REDES
2.6k
LECTURAS
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La gran película de Iciar Bollaín realza en su máxima expresión un valor que, lamentablemente, escasea cada vez más en nuestra individualista y polarizada sociedad.

La contención. La mesura. El gesto adecuado. El rictus preciso. La mirada quirúrgica. El gesto de humanidad sin llegar al empalago. Todo eso requería el reflejo cinematográfico de la historia de Maixabel Lasa, directora de la oficina de atención a las víctimas del terrorismo en Euskadi durante la primera década de este siglo, tras quedar viuda de Juan Mari Jáuregui, el político socialista asesinado por ETA en el año 2000. Un auténtico encaje de bolillos. Y si tienes a dos actores como Luis Tosar y Blanca Portillo, todo es más fácil. Desde luego.

Era un terreno minado. Una película a la que hubiera sido muy complicado enfrentarse hace una década. No digamos ya hace dos o tres. Imposible. Una empresa arriesgada, por cuanto podría haberse acercado a un tono documental con el que seguramente no hubiera aportado nada (ya estaba ahí el estupendo primer capítulo de la serie dirigida por Jon Sistiaga para Movistar+) o, por el contrario, haber incurrido en una dramatización que endulzara hasta extremos holywoodienses, poco creíbles y también poco recomendables, una historia ya de por sí durísima.

«Iciar Bollaín sorteó el riesgo del simulacro de documental, pero también el de la edulcoración».

Por suerte, y por su talento también, claro está, Icíar Bollaín sorteó ambos riesgos en un admirable ejercicio de equilibrismo formal, regateando la tentación de la edulcoración o de la tramposa equidistancia, esa posición tan criticada en estos últimos tiempos, en los que parece que haya que estar a favor o en contra de, siempre de un modo tajante e inflexible, y airearlo en voz bien alta.

Y es que, más allá de las muchas cualidades cinematográficas de Maixabel (Iciar Bollaín, 2021), suficientemente resaltadas por la crítica y por el público desde que se estrenó en septiembre de 2021, y que le han valido catorce nominaciones a los premios Goya que se entregarán el 12 de febrero en València (tan solo El buen patrón la supera), lo que en esencia sustentan sus casi dos horas de metraje es una serena loa a ese bien tan preciado y tan poco puesto en práctica hoy en día como es la empatía. Eso que la RAE define como «capacidad de identificarse con alguien y compartir sus sentimientos». Eso tan caro de ver.

Obviamente, el caso de Maixabel Lasa es singular. Hay que estar hecha de una pasta muy especial para atreverte a sentarte en torno a una mesa con quien fue uno de los asesinos de tu marido, aunque no fuera exactamente el hombre que apretó el gatillo. ¿Detalle irrelevante? Puede ser. Tanto ella como todos quienes se prestaron a los llamados encuentros restaurativos entre víctimas y victimarios de la violencia terrorista (que en realidad no hacían más que seguir el esquema puesto en práctica en otros países con situaciones similares) dieron un ejemplo. Y de los grandes. Si el resto de nuestra sociedad tuviera siquiera una décima parte de su capacidad para ponerse en el lugar del otro/a, otro gallo nos cantaría. Seríamos potencia mundial.

En una sociedad tan fragmentada y polarizada en torno a casi todo, ya sean las opciones políticas, el fútbol o las vacunas, con las redes sociales bullendo en su difusión de medias verdades, insidias y fake news y con los grupos de whatsapp echando humo en el reparto viral de burdas falsedades que solo alimentan la cerrazón de los populismos más cerriles, el mensaje de empatía que difunden películas como Maixabel, embellecido por la banda sonora del infalible Alberto Iglesias, es más pertinente y necesario que nunca.

«El mensaje de «Maixabel» es más pertinente que nunca en tiempos de polarización, fake news, insidias, encastillamiento en posturas inamovibles en RRSS y bronca política».

En un espectro político como el que nos rige, en el que el terrorismo ha sido utilizado y patrimonializado de forma obscena en beneficio propio por formaciones que lo empleaban como arma arrojadiza para atizar al rival, en el que cualquier intento de diálogo era criminalizado siempre y cuando fuera ajeno, y en el que tanto les cuesta a algunos desdecirse de sus antiguas soflamas para condenar de forma definitiva algo que, en esencia, era una conducta miserablemente criminal y cobarde, esta película es absolutamente necesaria.

En un estado como el nuestro, en el que vemos cómo nuestros políticos se arrean guantazos dialécticos, muchas veces incurriendo en la descalificación personal prácticamente a diario, profiriendo berridos, abucheos, pataleos y golpes en la madera de sus bancadas como si fueran cabestros, una película como Maixabel debería ser de obligada visión en los institutos y universidades. Por civismo. Por higiene democrática. Por ser un canto a la buena y noble ciudadanía, la única que debería ser deseable.

Quizá no se lleve ni la cuarta parte de los premios a los que opta en febrero. No sería la primera vez. Pero el hueco en la historia ya se lo habrá ganado como el elogio de la concordia que es, incluso en las situaciones más teóricamente inverosímiles.

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