
A punto de cumplir veinte años, el recuerdo del 11 de septiembre de 2001 sugiere un sinfín de interrogantes sobre hasta qué punto el mundo y nosotros mismos hemos cambiado desde entonces. La música seguirá ahí.
El 11 de septiembre de 2001 no existían las redes sociales. Flipábamos si nuestra conexión a internet era por ADSL. Se llevaban los foros. Las listas de correo. Dejábamos de tostar cedés en las torres de nuestros aparatosos ordenadores de sobremesa para empezar a descargarlos mediante una cosa llamada Napster.
Acumulábamos decenas de gigas con discografías enteras de grupos que ni en siete vidas seguidas tendríamos tiempo de escuchar. No teníamos ni idea de que luego llegaría el streaming. De que almacenaríamos ingente información en la nube, y no en nuestros discos duros. Acudíamos en masa a los cines porque las plataformas de televisión ni existían. Sintonizábamos seis canales en nuestras teles. Ligábamos en persona. En bares, discotecas, pubs, cafés. Cara a cara, y no a través de una pantalla.
Tampoco existía whatsapp. Ni nuestros teléfonos eran aún inteligentes. No los utilizábamos para ver imágenes, ni para hacer fotos ni para escuchar música. Nos comunicábamos con ellos de forma individual, de usuario a usuario, mediante SMS. Ni siquiera habíamos descubierto el “pásalo”. Nuestro modo de enviar mensajes estaba a años luz de cualquier atisbo de viralidad.
Apenas llevábamos una o dos temporadas utilizando nuestros correos electrónicos. Algunos aún llevábamos en un disquete nuestros primeros escritos a las redacciones de los medios en los que colaborábamos. En mano. Recibíamos programaciones de cine por fax. A veces incluso por teléfono, de viva voz. Así de rudimentario nos parece ahora. Así de básico. Así de inconcebible desde la óptica de 2021.

En septiembre de 2001 aún se vendían discos. Muchos. Empezaba a avistarse la pendiente cuesta abajo tras el pico de 1999, el año en que más rodajas sonoras (entre vinilos, cedés e incluso casetes) se habían despachado en la historia, pero nadie dentro de la industria imaginaba que el castañazo sería tan violento. Internet empezaba a cambiar nuestras vidas, pero no teníamos ni idea de cuánto. Aún había hueco para las grandes campañas de marketing, los lanzamientos discográficos fastuosos, la ilusión de que cualquier nueva banda podía llegar a cambiar las reglas del juego.
No existía el reggaeton. Ni el trap. Ni el dubstep. Ni el grime. Ni el pop hipnagógico. Ni el vaporwave. Ni el drill. Ni el horrorcore. Ni siquiera se hablaba de EDM. De hecho, los DJs aún no eran estrellas del rock. Sí lo eran los grandes grupos y proyectos de música electrónica, aunque a su reinado le quedasen dos telediarios. Y apenas se había empezado a hablar de electroclash, indietronica o UK garage. El r’n’b era una coletilla estilística aún no sometida al abuso, igual que la americana. Los festivales en España todavía no se multiplicaban como esporas, a imagen y semejanza de las fiestas patronales de los años ochenta pero con patrocinadores. Rosalía y C. Tangana estaban en el colegio. La Mala Rodríguez ya partía la pana, eso sí.

El 11 de septiembre de 2001 llegó casi de la mano de una serie de bandas, encabezada por The Strokes (nunca lo de estar en el sitio adecuado y en el lugar adecuado tuvo más sentido), que nos hizo creer que el viejo rock de guitarras acabaría reinando otra vez, aunque veinte años después volvamos a darlo por muerto. Por enésima ocasión. Desde la primera vez que murió, a principios de los sesenta. A los Strokes, neoyorquinos de pro, les censuraron el título de una canción para no herir la susceptibilidad de las familias y compañeros de los policías muertos en acto de servicio bajo los escombros del World Trade Center. Estaba feo eso de llamarles maderos, aunque la letra fuera anterior al ataque. Los siguientes discos de Sonic Youth, Bruce Springsteen o Beastie Boys se lamieron las heridas del 11-S rindiendo tributo a la Gran Manzana. Los White Stripes, Black Rebel Motorcycle o Interpol jugaban a la ley del eterno retorno, tratando de convencernos de que el cuero y los guitarrazos aún molaban. Y Hedi Slimane lo vestía de nueva estética.
Hace justo veinte años vivíamos inconscientemente felices bajo el bipartidismo. Los populismos eran minoritarios. La extrema derecha, residual. Aunque en Francia ya apuntase maneras. La gente se sentía (más o menos) representada por la oferta política del momento. No se detectaba un malestar larvado. Nadie podía imaginar que un día llegarían las primaveras árabes o el 15-M. O que Catalunya emprendería un incierto proceso para intentar independizarse. O que un demente como Donald Trump acabaría en la Casa Blanca. O que el pájaro loco Boris Johnson obtendría una mayoría absoluta. O que nos sacudiría una pandemia cuyo anterior recuerdo apenas eran unas fotos en blanco y negro en las que nuestros bisabuelos lucían palmito. O que Afganistán volvería exactamente a la casilla de salida en la que se encontraba justo antes de que aquellos dos aviones se estrellasen en las Torres Gemelas, con el horror talibán subido al machito. Si hace años que The War On Drugs solo tiene sentido como nombre de un grupo rock, ya urge que alguna nueva banda se bautice como The War On Terror. Será la única secuela de provecho a tan nefasta superproducción.
Veinte años no es nada, que decía el tango cantado por Gardel. Y son muchas las cosas que han ocurrido desde el 11 de septiembre de 2001, aquel momento que parecía destinado a modificar nuestras vidas, aquel instante en el que asistíamos atónitos a una espectacular hecatombe que hasta entonces solo habíamos podido imaginar en las películas. Hay incluso una espléndida serie documental llamada 11-S, el día que cambió el mundo. Pero nuestro presente casi se parece más a la máxima lampedusiana de cambiar todo para que en realidad nada cambie. O a la controvertida foto de Thomas Hoepker, tomada aquel día. Y en caso de haberlo hecho, quizá no está de más preguntarse si ha sido a mejor.
Siempre nos quedará, eso sí, la música. Por tópico que suene. Real.