La artista californiana, otra de las muchas aspirantes a un trono con numerosas contendientes, publica un álbum de debut que deja luces y sombras.
Nos empeñamos en jerarquizar, en valorar siempre calibrando los nuevos discos en comparación con otros, en ensalzar a unos para desmerecer a sus competidores, en tratar de poner un poco de orden en este totum revolutum que es la actualidad musical. Y puede que, al hacerlo, nos olvidemos de disfrutar. Pero resulta inevitable la tentación de entronizar a cualquier gran estrella. O al menos, de comprobar si resiste las comparaciones con esos nombres que ya consideramos indiscutibles. Es humano. Es lícito.
Nos ocurre ahora mismo con H.E.R. Como ocurría hace dos semanas con Doja Cat, y ocurrirá en breve con Jorja Smith o Little Simz, y antes nos ha pasado con Celeste. Podemos adjudicarle a cada una de ellas una nota numérica para valorar sus discos, preguntarnos si acumulan realmente méritos para ser grandes estrellas del soul, del r’n’b o del hip hop y suspirar por encontrar en ellas a la nueva Jill Scott o a la nueva Erykah Badu. O, palabras mayores aún, a la nueva Janet Jackson o a la nueva Sade. La competencia es feroz y hay razones para creer, porque todas tienen algo de ellas en sus canciones.
Con Gabriela “Gabi” Wilson, la joven californiana de 24 años que es en realidad quien se oculta tras el nombre artístico de H.E.R., vuelve a repetirse la secuencia. Importante runrún mediático, un reguero de muy buenos singles, algún premio precoz por parte de la industria (en su caso, el Grammy por “Fight For You”, incluida en la película Judas y el Mesías negro) y la esperada publicación de un álbum de debut en toda regla. Y cuando este llega, al final es más el ruido que las nueces. Sencillos rutilantes y expectación que luego se va licuando cuando llega la prueba del algodón, la edición de un primer álbum.
Y esto no ocurre, en su caso, no porque sea un mal trabajo, ni mucho menos. Sino porque es excesivamente largo, demasiado disperso y abusa de la cultura del featuring: no hacían falta seis colaboraciones -que tampoco aportan gran cosa- en un álbum de veintiuna canciones. Veintiuna, nada menos. Una hora y 19 minutos en tiempos de streaming, youtube, Tik Tok y escuchas cazadas al vuelo a base de darle a la tecla skip. Ni el ser más nostálgico de aquellos cedés de 74 minutos (que tanto se estilaban a finales de los noventa) puede sentirse necesitado de un atracón de tal categoría. No se precisan tantos minutos para labrar una completa declaración creativa de intenciones.

Dicho todo esto, Back of my Mind (RCA/Sony), que así se llama el debut largo de H.E.R., tiene unas cuantas perlas. Diseminadas entre el cúmulo de baladas y medios tiempos -algunos, puramente convencionales- en los que devana sus cuitas sentimentales y sus monólogos interiores de autoafirmación, pero perlas al fin y al cabo. Se nota que hay clase, una buena formación, una irreprochable factura y conocimiento de todas las leyendas que han venido antes (desde Marvin Gaye a Janet Jackson, pasando por Diana Ross), algunas de ellas reflejadas en guiños notorios. Pero una cosa es guiñar el ojo de forma cómplice y otra, muy distinta, es aguantar la mirada.
Los solos de guitarra en “We Made It” y “Hold On” chirrían un poco, baladones como “Closer To Me” o “Come Through” son simplemente normalitos, y hay una pátina de uniformidad que lo recubre prácticamente todo. Es una jugada más bien conservadora, lejos de la osadía formal de una Janelle Monáe o de una Jamila Woods. Dónde va a parar. Pero aún así, no hay quien se resista a la belleza sedante de “Damage” (de nuevo la sombra de Janet Jackson), el dinamismo de “Bloody Waters”, impulsado por el bajo de Thundercat y la producción de Kaytranada, la sensualidad turbadora de “Cheat Code” (aquí es la influencia de Lauryn Hill la que asoma) o el fantástico dueto que se marca con el rapero Yung Bleu en “Paradise”.
La música de H.E.R., siempre y cuando se disfrute en modo picoteo, seleccionando sus highlights, es como la versión actual de aquel subgénero de la música negra que se dio en llamar quiet storm, en honor a una canción de Smokey Robinson, a principios de los ochenta. Música seductora, nocturna, elegante, sensual, ideal para alumbrar veladas íntimas, encuentros furtivos o simples momentos de introspección. Pero a la californiana aún le queda un buen trecho para facturar algo parecido un Diamond Life (Sade, 1984), un Rapture (Anita Baker, 1986), un Janet (Janet Jackson, 1993) o un The Miseducation of Lauryn Hill (Lauryn Hill, 1998). Sí, es fiarlo muy largo, poner el listón demasiado alto. Pero, ¿por qué no pedirlo?