El músico norteamericano, fallecido ayer a los 57 años, fue un verso suelto en la era grunge y cultivó en solitario un aura de artista singular, tenebroso, colaborativo y algo maldito.
Pocas veces me he topado con un entrevistado más escueto. O más borde, directamente. Mark Lanegan no era un tipo de carácter fácil, al menos con la prensa. Las entrevistas que ofrecía debían ser para él un engorro, un mero trámite que solventar con cuatro frases hechas, sin necesidad de profundizar demasiado.
Quizá fuera solo que tuviera un mal día, o que fuera el periodista quien lo tuviera, pero a veces parecía que su intimidad era tan inescrutable como se intuía por esa voz cavernosa, como de alguien que le ha dado bien fuerte al tabaco o al aguardiente (o a ambas cosas) durante toda su vida.
Recuerdo preguntarle, al hilo de lo que iba a ser la inminente publicación de su libro autobiográfico, Sing Backwards and Weep: A Memoir (Hachette, 2020), no publicado aún en castellano y aún por ver a luz cuando hablé con él (en 2019), cómo recordaba su juventud al frente de los Screaming Trees, la banda que lideró en plena era grunge. Me respondió con un lacónico: “tendrás que esperar a que el libro se publique para saberlo”. Pinché en hueso, desde luego. No era la alegría de la huerta.
“Su muerte llega a los pocos mese de publicar un libro sobre la covid, que estuvo a punto ya de llevárselo hace un año”.
El caso es que ayer su propio perfil de twitter anunciaba la triste noticia de su muerte, a los 57 años, en su casa de Killarney (Irlanda), donde vivía junto a su mujer. No ha trascendido la causa, aunque sí que saltó a los medios en su momento la noticia de que iba a publicar un libro sobre su experiencia tras contraer la covid durante el primer tramo de 2021, y las serias secuelas que este le dejó. Se llama Devil in a Coma. A Memoir (White Rabbitt, 2021), se publicó a finales del año pasado, y no sabemos si la enfermedad ha tenido algo que ver en su muerte.
Lo que sí sabemos es lo que aportó a la música rock, que no es poco. Aquí lo resumimos.
1 – Fue el gran tapado del grunge
Los Screaming Trees fueron una de las mejores bandas de los noventa norteamericanos, aunque su nombre no luciera tanto (comercialmente) como el de Nirvana, Soundgarden, Stone Temple Pilots, Pearl Jam, Bush o Live.
Discos como Sweet Oblivion (Epic, 1992) o sobre todo Dust (Epic, 1996) son estupendos tratados de rock espinado, visceral y rocoso, que admiten múltiples lecturas y se prestan a ser rescatados una y otra vez.
2 – Dinamizó el formato de dueto, tanto mixto como puro
Tras la disolución de los Screaming Trees, el talento de Mark Lanegan brilló sobre todo en los discos que hizo formando tándem con otros músicos. Fue el caso de sus trabajos con Greg Dulli en The Twilight Singers y The Gutter Twins, y en los que hizo con Isobel Campbell (Belle & Sebastian), en este caso contribuyendo al canon de los viejos duetos mixtos de Mick Harvey con Anita Lane o Serge Gainsbourg con Jane Birkin, prolongado el año pasado con Bobbie Gillespie (Primal Scream) y Jehnny Beth (Savages).
También colaboro con Queens Of The Stone Age o Soulsavers, y en los discos a su nombre basculó entre ecoss kraut rock, electrónica subyugante, cierta querencia épica, tonalidades acústicas e incluso gotas de gospel. Y siempre con bastante oficio y canciones solventes.
3 – Apuró el estereotipo de superviviente nato
Entre el perfil de un Leonard Cohen del siglo XXI (por la serenidad que transpiraba su voz en los últimos tiempos) y el del clásico superviviente nato, capaz de sobreponerse a múltiples ingresos en el hospital a causa de su dependencia de las drogas, se había movido siempre su perfil como artista.
Una muesca más que añadir al interminable rosario de músicos malditos, torturados o abonados al lado salvaje de la vida, que diría Lou Reed, y que él nunca se molestó en desmentir demasiado. “El diablo en coma”, tituló su segundo y último libro.