
El vocalista británico, que es noticia por anunciar un nuevo disco para el que no cuenta con ninguna discográfica que lo quiera editar, lleva años acaparando titulares por sus salidas de tono y desencuentros con los medios y la industria.
Todos tenemos contradicciones. Nos vemos sometidos a paradojas. Pero hay quien las lleva de serie. Quien circula por la vida como un saco de chocantes incoherencias. Morrissey es una de esas personas. Y no tiene pinta de que, a estas alturas, el asunto tenga enmienda.
Se lo puede permitir, desde luego. Suyos son algunos de los discos más hermosos del pop británico – que es casi lo mismo que decir mundial – de los últimos cuarenta años.
Definió (junto a Johnny Marr) un nuevo concepto de romanticismo. Reformuló el pop y lo dotó de una sensibilidad inédita. Y supo acuñar un estilo vocal y lírico totalmente inimitable.
Pero de un tiempo a esta parte es el Pepito Grillo del pop. Como ese personaje anciano de Los Simpson que se queja hasta de la presencia de una nube. El abuelo Simpson protestando al cielo.
No pasan un par de meses sin que trascienda el disgusto o la disconformidad del vocalista británico con algo. Con lo que sea. Su irrefrenable propensión a nadar contracorriente. Su querencia por resultar políticamente incorrecto. Por apoyar algunas de las causas más impopulares. Hizo feliz a miles, posiblemente millones de personas, pero en los últimos tiempos se le ha puesto cara de ajada y algo amargada prima donna.

De hecho, la mención a Los Simpson por nuestra parte no es casual: hace poco trascendió que tampoco le había hecho ni puñetera gracia que los creadores de la serie le hubieran inmortalizado junto a sus personajes, en un capítulo reciente de la serie, llamado Panic on the Streets of Springfield.
Su argumento giraba en torno a Lisa Simpson enamorándose de un músico británico, melancólico y vegano, llamado Quilloughby (a quien, por cierto, prestaba su voz el actor Benedict Cumberbatch en una espléndida evocación del estilo morrisseyano).
El personaje, ex cantante de una banda llamada The Snuffs, era en realidad una especie de amigo imaginario de Lisa, desencantado con la vida, pero acababa convirtiéndose en un hombre mucho más mayor, furiosamente vegano y de iclinaciones algo racistas.
Ahora vuelve a acaparar titulares porque anuncia un nuevo álbum, Bonfire of Teenagers, del que dice que es seguramente lo mejor que ha hecho nunca en solitario (ahí queda eso), y que venderá al mejor postor ya que no tiene discográfica con la que editarlo. BMG prescindió de sus servicios tras poner en circulación sus últimos tres discos.
En realidad, el historial de desencuentros de Mozzer con las discográficas es viejo y abultado, desde aquella “Paint a Vulgar Picture” que escribiera allá por 1987, para el último álbum de The Smiths, que cuestionaba el engranaje promocional de las disqueras: toda esta controversia apenas merece siquiera el calificativo de noticia, vista en perspectiva.
De hecho, ya fue despedido por Harvest, su anterior sello, en 2014. Una situación que derivó en un cruce de acusaciones entre su management y la compañía californiana. No es la primera vez que se encuentra sin una opción clara de vehicular sus nuevas canciones de la forma tradicional. Para cualquier A&R o responsable de cualquier discográfica, lidiar con Morrissey debe ser peor que un dolor de muelas.

Desde que emergió con The Smiths en la primera mitad de la década de los años ochenta, Morrissey ha sido siempre un experto en acaparar la atención de los medios y regalar un sinfín de titulares. Ya fuera por sus opiniones políticas, por sus críticas a otros músicos o por su firme posicionamiento en pro del veganismo, plasmado en títulos como Meat is Murder (1985).
Arremetió con saña contra la familia real y contra Margaret Thatcher durante los años ochenta, participó incluso en algún concierto promovido por Red Wedge, un colectivo de músicos de izquierdas que simpatizaba con el laborismo de Neil Kinnock, pero con el paso de los años ha acabado mostrando simpatía por la extrema derecha de Nigel Farage, preboste del populismo nacionalista que tanta incidencia tuvo en el desenlace del Brexit. El tránsito no es pequeño.
Las acusaciones de racismo se han venido vertiendo sobre él desde los tiempos en que compuso “Bengali in Platforms” (1988), y no digamos ya cuando se envolvió en la Union Jack a principios de los noventa en algunos de los primeros conciertos de su carrera en solitario. También se enfundó una bandera de España sobre el escenario del FIB en 2008, como si de un mandil de camarero se tratara. Sus estilismos identitarios son así de insondables.
El saco de contradicciones que es Morrissey arremetía en los años ochenta contra la música negra (especialmente toda aquella que descendía de la era disco), a la que consideraba superficial, frívola, de consumo rápido, de usar y tirar. Sin embargo, el año pasado contó con los servicios de Thelma Houston (la voz del clásico disco “Don’t Leave Me This Way”, popularizado años más tarde por los Communards), y el rapero A$AP Rocky ya avisa de que contará con Mozz para su próximo trabajo.
¿Cómo se come todo eso? Siendo Morrissey. El mismo tipo que escribió una deliciosa autobiografía, literariamente exquisita (aunque repleta de bilis, destinada sobre todo a Andy Rourke y Mike Joyce, base rítmica de los Smiths, con quienes se enfrentó en juicio), para luego despeñarse con una novela mediocre como fue List of the Lost (2015).
Con el británico no queda más remedio que separar al artista de la persona. O bien aceptar que, más allá de lo mal que le puede haber sentado envejecer, nunca dejará de alternar una de cal y otra de arena.