
No les conocíamos personalmente, en muchos casos ni siquiera éramos fans acérrimos, pero nos sentimos profundamente consternados -y así lo expresamos en nuestras redes sociales- cuando fallece un músico de renombre.
Seguro que muchos lo habréis vivido: fallece un músico famoso, las redes sociales se inundan de mensajes de pena, desolación e incluso condolencias, como si quienes están detrás de esos perfiles hubieran conocido personalmente al finado, y el mundo se debate entre quienes sienten que su universo de referentes se derrumba y quienes ven el mismo fenómeno con cínica distancia, riéndose del luto (supuestamente fingido, o como mínimo, exagerado) de aquellos a quienes contemplan como un ruidoso coro de plañideras. Nuestras pantallas se saturan de videoclips, actuaciones en directo y artículos a modo de semblanza, casi siempre laudatorios, tratando de evaluar la magnitud de la pérdida. Se magnifican las virtudes, se minimizan las carencias. Brotan los fans de debajo de las piedras. Arqueo de cejas.
Es entonces cuando se reparten los certificados de autenticidad: para muchas personas, si no posees la discografía completa del músico, lo tuyo se trata de una impostura. Son simples lágrimas de cocodrilo. Un postureo post mortem. “Ya podías haber comprado todos sus discos y no haberte perdido ni uno de sus conciertos en vida, y no ahora en muerte, cuando ya es demasiado tarde”, parecen insinuar. A veces hasta lo dicen, directamente. Quienes lloran amargamente la desaparición, lo hacen con la necesidad de compartir algunos de los momentos más sensiblemente emocionantes de sus propias vidas, ligados a la reproducción de una de sus canciones, quizá también a algún momento de uno de sus conciertos.
Los artículos sobre el deceso se reproducen como esporas, y suelen reventar los medidores de visitas. Quizá sea el morbo, puede que solo sea una cuestión de una emotividad subjetiva ligada a una época de nuestras vidas. El caso es que pocas cosas funcionan mejor en internet que los artículos ligados a ilustres fiambres, aún de cuerpo caliente. Pero, ¿por qué ocurre? ¿qué tienen las muertes de músicos célebres para captar nuestra atención de un modo tan magnético?
Sobre el papel, y desde una perspectiva fría, analítica y pragmáticamente egoísta de las cosas, es difícilmente explicable: generalmente son sujetos a quienes no conocemos en persona, ni siquiera en el caso de los periodistas que han tenido la ocasión de entrevistarles (conocer realmente a alguien va más allá de media hora de charla), con quienes no tenemos, pues, vínculos afectivos, que fallecen a una edad avanzada (distinto es el caso de Amy Winehouse o Kurt Cobain, por supuesto), han dado prácticamente todo lo que tenían que dar de sí creativamente y han gozado de una buena vida, repleta de grandes experiencias. Además, el hecho de que desaparezcan no significa, en modo alguno, que ya no podamos disfrutar de su música. Al contrario. Además, lloverán las reediciones y recopilatorios. Y los artículos con sus mejores canciones.



Hace unos días se podían leer comentarios al hilo de la muerte de Charlie Watts del tipo de “pobre” o “qué desgracia”. ¿Realmente hay que compadecerse tanto de alguien que fallece con más de ochenta años y tras una vida tan digna de generar envidia en el resto de mortales? Y sin embargo, ocurre. Nos venimos abajo. Nos sentimos abatidos. Incluso aunque no seamos fans incurables. Cuando murió Pau Donés (este sí, a una edad a todas luces prematura), daba también la sensación de que todo el mundo se veía obligado a dar su opinión, incluso aunque fuera precedida por la coletilla de “yo no era fan”, no fuera a ser que le adjudicaran algún sambenito de dudoso gusto. Pero tocaba opinar, decir algo sobre el fallecido, aunque fuera una loa a su entereza y calidad humana. Callar o permanecer impasible no se contempla como una opción en estas situaciones.
La explicación más plausible es que todos perdemos algo de nosotros mismos con la muerte de un músico conocido, incluso aunque tan solo podamos ligar la emotividad de un recuerdo a una sola canción y en nuestra vida se nos haya pasado por la cabeza comprar un solo disco suyo. Añoramos ser tan jóvenes y descarados como cuando en las emisoras de radio sonaba “La Flaca” o “Let’s Dance” o “Purple Rain”.
Nos resistimos a aceptar que el siglo XX lleva años desangrándose, porque también es la primera vez en la historia que asistimos al goteo mediático, amplificado por internet y sus redes sociales, de un reguero de decesos de los que antes solo teníamos una breve noticia por los informativos de la tele o por los periódicos de papel. Y a veces, ni eso. Lo empezamos a notar con un vigor inédito en 2016, el año en el que David Bowie, Leonard Cohen y Prince (también George Michael en diciembre, aunque su peso sea menor) nos dijeron adiós.
No debemos tampoco olvidarnos de que el rock, que es en realidad un hijo bastardo del blues, está a punto de cumplir setenta años y es perfectamente lógico, por una simple cuestión natural, que aquellos músicos que lo encumbraron al rol de preeminencia en la cultura del siglo pasado vayan desapareciendo. Sus pioneros rondarían (rondan algunos, vaya: ahí está Jerry Lee Lewis) los noventa años, así que basta hacer la cuenta con quienes protagonizaron las décadas siguientes, las de los sesenta, setenta, ochenta o noventa. Y todo ello suponiendo que hayan tenido una vida saludable, sin adicciones. Lo cual es mucho suponer.
La música popular es posiblemente la forma de arte que más directamente apela a nuestras emociones. Al menos la que lo hace de un modo más directo. Es un topicazo hablar de aquello de “la banda sonora de nuestras vidas”, pero es real. Tiene un sentido. Todos tenemos una banda sonora en nuestra memoria. Incluso aunque no seamos conscientes, o no hayamos comprado un disco en nuestra vida. Y seguramente por eso necesitamos compartir nuestra congoja al comprobar cómo algunos de esos referentes, que formaban parte preciada e indisociable de nuestro universo, se va para siempre. Por mucho que su obra, sí, se quede.