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Charlie Watts, el ritmo y el mortero que mantenía unida a la familia Rolling Stones

Redacción
26 de agosto de 2021
Cultura
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REDES
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LECTURAS
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Charlie Watts, al fondo y sentado ante su batería en una actuación de los Rolling Stones, aún con Brian Jones a la guitarra.

Se va el legendario batería de la banda británica, de cuya formación original solo permanecen Mick Jagger y Keith Richards, prestos a encarar su enésima gira.

Era el swing. El flow. La elegancia. El saber estar. La templanza. El ojo que todo lo ve desde la parte trasera del escenario. El que estaba pero parecía que no estaba. El que tenía por eso la capacidad de tomar cierta distancia y contemplar las cosas desde fuera. El Rolling Stone que no lo parecía. La argamasa que mantenía unidos a los Stones desde que Mick Jagger y Keith Richards dejaron prácticamente de hablarse, hace algo más de treinta años. Su ritmo y su mortero. Su cadencia y su argamasa.

La banda seguirá girando, seguramente. Pese a todo. Embarcada en ese pingüe negocio transatlántico que suponen sus mastodónticas giras. Al igual que hicieron tras la muerte de Brian Jones o tras la renuncia de Bill Wyman. Seguro. Pero difícilmente los Rolling Stones volverán a ser los mismos tras el fallecimiento de Charlie Watts (Londres, 1941 – 2021).

Hay varios tópicos asociados históricamente a la figura de los baterías. Uno de ellos es el de su carácter volcánico, atrabiliario, extravagante, imprevisible. Algo así como lo que representan a veces algunos porteros en sus respectivos equipos de fútbol. Es el modelo Keith Moon (The Who), desde luego.

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Pero hay otro que es exactamente lo contrario. El del hombre impasible. El del veterano que sabe mantener la calma a toda costa. El del profesional que no pestañea ni cuando el Titanic empieza a naufragar. El del mediador que sabe templar gaitas y sacrificar su ego en beneficio del bien común. Es el modelo Mick Fleetwood (Fleetwood Mac).

Pues bien, este último era un patrón compartido por Charlie Watts. Hace solo unos días anunció que renunciaba a participar en la próxima gira de los Rolling Stones. En ninguna otra gira, en realidad. No era (en absoluto) un amante de los grandes eventos. Era fácil ubicarlo mentalmente más cómodo en la intimidad del pequeño garito, del humeante club nocturno, del vis a vis con un público extremadamente cómplice, como buen músico forjado en el jazz. Pese a que llevaba décadas formando parte del circo stoniano, sin ningún remilgo. Desde 1963, cuando lo ficharon de los Blues Incorporated del mítico Alexis Korner. Tiempos de blues blanquito de segunda mano, somatizado desde su cuna norteamericana por paliduchos e imberbes músicos ingleses que lo adoptaban como su nueva religión.

El rock and roll ya no es la lingua franca de la juventud actual, pero Charlie Watts -y todo lo que representaba- debería ser estudiado en las lecciones de Historia que se imparten en los colegios.

Era discreto, dúctil, tan hábil como poco amante de las estridencias. En realidad, su estilo sencillo tampoco demandaba más: al fin y al cabo, la música de los Rolling Stones se basaba en riffs tan elementales como canónicos, de esos que eran como la forja que seguían miles, o cientos de miles de músicos desde cualquier rincón del mundo. Durante los años sesenta y setenta, ellos tenían la patente. Algo tan aparentemente elemental como la fórmula de la Coca Cola. Pero a ver quién es el guapo que la descifra o que la emula sin que se note la diferencia con el original. Sin sus baquetas, tampoco se entendería el término stoniano como algo aplicable a miles de grupos en todo el planeta. Sin su discreta pericia, tampoco cómo la banda británica fue capaz de absorber con tanta naturalidad los dictados del rhythmn and blues, el funk, la música disco o incluso el reggae en algunos momentos de su carrera. O expedir ese reguero de enormes baladas que nos regalaban de cuando en cuando.

Estamos en 2021. El siglo XXI se nos desangra poco a poco. Charlie Watts tenía ochenta años, casi recién cumplidos. Su muerte no puede considerarse prematura. Su vida, y todo lo mucho que dio de sí, es envidiable. Como para firmarla. Pero ya. Lo suyo es pura ley de vida. Por mucho que duela. No es ningún drama. Por mucho que nos impacte.

Los mitos del siglo pasado son eso, mitos que enfilan mayoritariamente su ocaso. El propio rock and roll no tiene hoy en día la significación cultural de la que gozó hasta hace una décadas. Tanto él como el cine han de competir ahora con decenas de estímulos audiovisuales que no existían ni en los sesenta, ni en los setenta, ni en los ochenta ni en los noventa: internet, las redes sociales, los influencers, los videojuegos, las plataformas de televisión a la carta, el infinito streaming, los youtubers o el inabarcable universo de las series interminables y sus atracones domésticos, palomitas (o no) en mano.

El rock and roll no es, pues, la lingua franca de la juventud actual. Hace tiempo que ya no lo es. Pero Charlie Watts, y todo lo que representaba, debería ser estudiado en las lecciones de Historia que se imparten en los colegios.

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