El músico de Atlanta regresa siete años después con un disco que confirma que también de la sobadísima y ramplona electronic body music puede brotar vida inteligente.
La EDM es la electronic dance music. ¿Música electrónica y de baile? Sí, eso dicen sus siglas. En realidad, la música electrónica ha tenido una vertiente orientada al baile desde los años setenta del siglo pasado. Hasta ahí, poca novedad. Pero la etiqueta EDM es un invento de los últimos diez años. ¿Y por qué? Pues porque es un término acuñado en los EE.UU., en donde ni la cultura rave ni la cultura de club arraigaron en su momento como ya lo habían hecho en Europa.
Sí, el techno nació en Detroit y el house en Chicago, ambos en los años ochenta, pero ninguno de ambos estilos fue, ni de lejos, mayoritario en su país: el primero se hizo fuerte en capitales europeas como Berlín y el segundo se extendió como la pólvora, de Ibiza al Reino Unido, cuando cobró la forma de acid house. Pero nunca formaron parte del mainstream de la música en Norteamérica. Hasta finales de la primera década de los 2000. De ahí que tanto se utilice ahora. La música electrónica, como fenómeno de masas, es relativamente reciente en los EE.UU.
El auge de la EDM como etiqueta en la última década se explica por su origen norteamericano, favorecida por músicos que apelan a un mínimo denominador común y solo tienen como objetivo hacer quemar zapatilla al público de los grandes festivales.
Esta introducción viene a cuento porque, cuando hablamos de EDM, la identificamos con DJs millonarios, megafestivales como Coachella o Burning Man, sonidos manufacturados en serie en los que la originalidad suele brillar por su ausencia. Beats gruesos, subidones de intensidad más previsibles que una carrera de balandros, drops que se suceden de forma clónica y una obsesión por hacer del músico, o del DJ, más un personaje que un auténtico artista: la imagen de Steve Aoki estampando pasteles en la cara de su público es la más viva imagen. La aportación de David Guetta, Avicii, Skrillex o Tiësto es la que es.
Por eso sorprendió que, compartiendo un mismo fermento creativo, en medio de tan abrumador ejercicio de ramplonería colectiva, surgiera un valor como Porter Robinson, un joven de Atlanta que refinó algunas de las claves del género – por llamarlo de alguna forma – con un disco como Worlds (Astralwerks, 2014).
Con él fue fue nombrado «Artista del Año» por Thump (Vice) y considerado «Mejor Disco del Año» en el ranking de Beatmash Magazine. Era la nueva promesa de la EDM, junto a Madeon o Skrillex, pero pronto demostró también que tenía algo que le hacía distinto a ellos.
Su inteligente utilización de los arreglos de cuerda, su fina sensibilidad melódica y su amor confeso por las producciones de los franceses Daft Punk y M83 le convertían en una rara avis en medio de un ámbito abonado a la zapatilla y tentetieso, plagado de trabajos de mínimo denominador común, pensados solo para hacer quemar suela a la clientela de los grandes festivales. Porter Robinson era otra cosa.
Su carrera, no obstante, quedó cortocircuitada por problemas personales: en 2017 confesó estar atravesando una depresión y una crisis existencial que le tuvo alejado del foco mediático durante un par de años. Por suerte, siete años después del que fuera su más que prometedor disco de debut, ha decidido volver. Su nuevo álbum se llama Nurture (Mom+Pop, 2021), y lo tiene todo para convertirse en uno de los discos favoritos de quienes simpatizan con el referencial catálogo de PC Music pero contemplan el pop electrónico como una música de muy amplio enfoque.
Las melodías de Robinson, quien se nos muestra con espíritu renovado a sus 28 años, transmiten esa sensación de tierna euforia que ya es marca de la casa, pero también se nutren de interludios ambient, instrumentales cinemáticos, arranques de shoegaze digital, guiños al glitch, baladas que parecen salidas de un imposible remake de Desayuno con diamantes (caso de «Blossom») e influencias del compositor japonés Masakatsu Takagi. Vamos, que hay hits en potencia, canciones que son como singles perfectos («Look at the Sky» a la cabeza), pero también una riqueza creativa que va más allá de los lugares comunes que han regido casi todas las producciones de esa música – sí, la EDM – entre cuyos nombres él mismo ha ido creciendo.
No es el suyo un disco perfecto, sin mácula, pero sí es un artefacto inteligente en medio de un ecosistema creativo que hace tiempo renunció a la letra «I» mayúscula de Intelligent Dance Music (aquella IDM que surgió en los noventa, nada que ver con la EDM) para sumirse en el adocenado culto al dinero y a la fijación con la celebridad agigantada por el eco de las redes sociales. Nurture (Mom+Pop, 2021) es un trabajo que hace honor a su nombre, porque nutre de lo lindo. Y confirma la valía de un compositor al que aún conviene tener muy presente.