Todos interpretamos un papel en esta vida. Es un juego de máscaras que se parece al teatro, pero a un teatro muy descontrolado.
Hay quien parece una persona distinta en cada foto y quien parece exactamente la misma en todas, lo cual debe significar algo, solo que no sé el qué. Lo más inquietante, sin embargo, es que bien mirado cada rostro contiene al menos dos identidades, y a menudo contrapuestas, como si la cara pudiera ser un oxímoron.
Cuando era pequeño mi madre me ayudaba a estudiar Historia. Recuerdo que en el libro de texto de tercero o cuarto de la ESO, en el tema de la Revolución Francesa, aparecía un retrato de Robespierre, un personaje que a mí me parecía de lo más perturbador. Recuerdo también que mi madre tapó con la mano la mitad izquierda de su rostro, dejando a la vista la derecha. Luego dejó a la vista la izquierda para tapar la derecha.
El efecto fue inmediato e inaudito: mientras una parte del semblante de Robespierre decía unas cosas, la otra decía otras, quizás contrapuestas. El perfil izquierdo era cruel, decidido y ambicioso; el derecho, ingenuo, llano, casi estúpido. No tengo ni idea de qué nota saqué en aquel examen, pero sí que desde entonces no he dejado de pensar en lo complejas y laberínticas que son las personas, y en el misterio que implica que dentro de todas ellas haya muchas otras enmarañadas entre sí.
“No he dejado de pensar en lo complejas y laberínticas que son las personas”.
Desde aquel día no he dejado de jugar. Cuando veo el retrato de alguien, escruto entre divertido y asombrado sus dos mitades, y ya me he encontrado de todo en materia de composiciones faciales: el ingenuo y divertido, la extrovertida y huraña, el triste y generoso, la atolondrada y hosca, el amable y bobo, la contestataria y sincera, el prudente y burlón, la remolona y severa, el irónico y miedoso, la locuaz e insolente, el jovial y simple, la exigente y dicharachera. La cara es el reflejo múltiple del alma.
Gabriel García Márquez le dijo a su biógrafo que todos tenemos tres vidas: la pública, la privada y la secreta. En Saber perder (Anagrama, 2008), la novela de David Trueba, Sylvia lleva dos vidas. En una de ellas es una alumna de instituto que se sienta al fondo de un aula, en un pupitre verde con los bordes desgastados. Vive con su padre y por las tardes se encierra en su cuarto a escuchar música, preparar algún examen o navegar por internet. La otra transcurre en el chalet de un futbolista argentino recién llegado a Madrid. Allí ven películas en una pantalla de plasma, hacen el amor y comen lo que una cocinera les deja preparado.

Aunque Lorenzo, el padre de Sylvia, no conoce esa segunda vida, es capaz de intuirla. Por eso a ratos la ve convertida en una mujer madura, bella y autónoma, y a ratos vuelve a ver en ella una niña perezosa, abrazada como un gato a su almohada, con algún grano rojísimo brillando en la barbilla. Sylvia, en realidad, contiene a esas dos personas.
“Las vidas se desarrollan en planetas distintos o teatros distintos, con Sylvia que interpreta dos personajes casi contrapuestos”, escribe Trueba. Saber perder (2008), de hecho, es una novela de historias cruzadas en la que cada uno de los cuatro protagonistas interpreta por lo menos a dos personajes antagónicos: en realidad son ocho protagonistas.
Además de Sylvia, Lorenzo es un hombre de mediana edad con una separación y varios fracasos laborales a sus espaldas que ha cometido un asesinato. Su padre, Leandro, ya jubilado después de una vida discretísima, dilapida miles de euros con una prostituta nigeriana. Ariel, un futbolista que llega a Madrid para comerse el mundo, no es más que un niño asustado.
“La vida transcurre en teatros distintos: somos actores y actrices pluriempleados y desquiciados”.
Saber perder (2008) no habla del triunfo o de la derrota, sino de la supervivencia, o sea de la vida. Y, como en la vida, los personajes se tocan y van acaparando más o menos palabras en los capítulos de los demás. Un buen novelista es aquel que consigue que personas inventadas existan durante un tiempo, por lo menos en la mente del lector.
La vida transcurre en teatros distintos, actuamos en diferentes escenarios: somos actores y actrices pluriempleados y desquiciados. No somos los mismos con nuestra familia o en el trabajo. No somos los mismos con los amigos o con los enemigos. No somos los mismos como profesores o como alumnos. No somos los mismos en un bar, en un restaurante, en un after. No somos los mismos en nuestros perfiles digitales; ni siquiera somos los mismos en Instagram o en Twitter.
Pero también se producen fugas de unas vidas a otras, algunas irreparables. Vivir varias vidas conlleva que unas contaminen a otras, a veces para bien, comunicadas por la parte más débil: nosotros mismos. Nos invitan a mundos que no conocemos, fingimos, intentamos pasar la prueba de la impostura, alimentamos la farsa durante cinco minutos. La vida es un juego de máscaras, se parece al teatro, pero a un teatro en el que nada está bajo control. Un teatro en el que alguien del público puede subirse al escenario y ponerlo todo patas arriba.