Llevo un tiempo inmersa en la consciencia de lo que sucede en un espacio ínfimo e incomprensible para el resto del mundo. El espacio que sucede entre una madre y una hija, ese espacio que, aunque se pueda compartir y narrar resulta tan íntimo y complejo que tan solo ellas acaban comprendiéndolo, a veces demasiado tarde, cada una en su mundo y a su manera. Como sucede en tantas otras relaciones.
En esa cosecha de afectos y desafectos se teje una de las relaciones más peculiares y únicas a las que nos enfrentamos en nuestra vida y, aunque el binomio se duplica en cada rincón del planeta, resulta extraño hallar dos iguales.
Aunque no anda escrito en ningún lugar, ser madre implica y ser hija también.
El ecosistema se encarga de marcar a hierro candente los perfiles y las aristas de esa implicación.
La madre inspira, sostiene, cuida, educa, abriga, quita, da y defiende a la hija por encima de todo y de todos. A veces la madre entrega sus anhelos al olvido. Su vida andaba enredada en el cordón umbilical y se taló justo en ese instante en el que la hija nació. La hija es extensión, obedece, respeta, acompaña y rabia, aunque quiere… O no… Porque luego sucede la vida, larga, que va sucediendo mucho y de improvisto y no suele suceder como nos la han contado.
En esos espacios, la madre, la hija, puede ser el todo y la nada, ese espejo que nos sujeta o el mismo en el que a veces nos da apuro reflejarnos. He observado más de una vez la culpa en el rostro de una madre, también en el de una hija. La culpa por no ser lo que le habían contado que debería ser.
A veces pienso que el secreto del éxito o el fracaso de las relaciones se halla en ese hilo fino llamado expectativas. Aunque nos contemos una y otra vez que no esperamos nada, al final siempre acabamos esperando algo. La madre y la hija residen en una eterna espera, en la que son capaces de amarse tal y como son, a la vez de permanecer en el deseo de a veces ser otras.
La madre trae al mundo, pero la madre no se elige, la madre es.
Nadie enseña a ser madre, nadie enseña a ser hija, y suelo pensar que la mirada que somos capaces de proporcionarnos las madres y las hijas nace bloqueada, erguida ante un muro escrito con el guion de lo que se supone que la etiqueta significa o con aquello que hemos vivido, que lo va marcando.
Nos cuentan lo que debe ser una madre, la forma que ha de tener una familia y nos lo creemos, pero es mentira. El cine, el entorno, la sociedad hacen que calen unas determinadas reglas de vida; pero no nos engañemos, detrás de toda madre existe una persona que hubo un momento que no fue siquiera madre.
A veces a las madres y las hijas les cuesta mirarse tal y como son. A veces pienso como sería ese espacio si pudiésemos saltar el muro y olvidar las etiquetas, ir más allá y ser capaces de observar esas relaciones sin la inmensa losa de la espera y las etiquetas que se implantan por encima de las realidades y necesidades.
Siempre pienso que detrás de esas madres y esas hijas se encuentran dos personas, cada una de una generación, con unos valores y unas vivencias, al margen de lo que significa ser madre o de ser hija y quizá si pudiésemos olvidar los cargos podríamos ser capaces de ver todo lo que se esconde detrás, todo lo que somos capaces de hacer con cualquier otra persona y se nos olvida en esos espacios. Comprender que detrás de cada una de ellas se halla una vida, con todo, como cualquier otra vida.
Las madres son reversibles. Las madres nacen siendo hijas para convertirse en madres y acaban siendo hijas otra vez, de sus propias hijas.
Porque donde residían las fuerzas de una madre la propia vida suele traer la fragilidad y necesidad del sostén de su hija. Los cuidados se invierten.
En ese espacio reside el amor, la comprensión y el cuidado; pero es un espacio frágil en el que es fácil que resida todo lo contrario.
Una vez una buena amiga me dijo que se comienza a sufrir desde el momento en el que tienes hijos y que nunca se deja de hacerlo. Quizá tenga razón. Pero yo siempre le digo que antes de ser madre era ella misma y eso nunca hay que olvidarlo.
Hoy es el cumpleaños de mi madre, aunque marchó demasiado pronto y no la puedo felicitar. Cuando se marchó fui consciente de todo lo que me dejó y comprendí muchas cosas que seguramente debería haber comprendido antes.
Despedir a una madre es lo más difícil y triste que puede suceder en ese espacio. El día de su despedida le propuse a su amiga que eligiese un tema para acompañarla. Eligió el “My Way” de Nina Simone porque recordaba el momento en el que compraron juntas el vinilo. Era un buen resumen de vida. Me pareció una excelente elección.
Es curioso cómo las personas se pueden impregnar a una canción y cuando se marchan, sin que quieras que se marchen, esa canción es imposible escucharla. Desde que ella partió, me acompaña el pensamiento de que no fuimos perfectas, pero fuimos nosotras. Quizá eso es lo que queda ser una misma, al margen del guion, al margen de las esperas. Ser lo que pasa por dentro… A nuestra manera.