Que qué tiene que ver un pastel de manzana con la cultura, mucho, porque al final en esos pequeños rincones donde se entrelazan las mezclas de ingredientes y se conforman las capas es donde andan las semillas que construyen las texturas de la sociedad y de los pasteles de manzana.
Tengo el buzón de Instagram repleto de recetas de tartas de manzana, me van apareciendo a través del feed, me quedo embelesada observando como las masas se deslizan, las capas se acoplan y el calor trasforma aquello que parecía imposible prendiendo vida a nuevas formas. En eso la cultura funciona igual.
Para mí, el amor por las tartas de manzana es incondicional.
Con la vida, he llegado a la conclusión de que los algoritmos no dejan de imitar el comportamiento del cerebro, si tu alimentas al cerebro con pensamientos de un determinado color, tu cerebro te acaba devolviendo ese color. A mí un día me comenzaron a aparecer tartas de manzana, el algoritmo es listo e imagino que percibiría que mis pupilas engullían las imágenes en movimiento. Cuando algo te gusta se nota, te detienes, observas el detalle, como cuando te enamoras y tú no eres consciente de lo que haces, pero los demás sí, pues así es el algoritmo, que observa, ojo avizor, cada movimiento cuando algo te interesa para darte más de ese algo.
Aún no sé en qué momento comencé a coleccionar recetas de tartas de manzana, pero estoy segura de que la culpa la tiene el algoritmo, el amor y la esperanza. El algoritmo fue el primero que irrumpió. Comenzó a lanzarme las recetas y yo reaccioné al estimulo, como cuando reaccionas a la oxitocina o adrenalina que te provoca el amor. En ese momento, comencé a reenviarme las recetas al buzón del Instagram de mi gata. Un día decidí crearle un Instagram a mi gata ya que me pareció una buena fórmula para conservar su imagen a modo de álbum de fotos. A partir de ahí ya no hubo marcha atrás, el algoritmo me dijo algo así como “si te gustan las tartas de manzana, te voy a dar tartas de manzana”, como ese tipo de madres a las que les un día les dices que te gusta la lasaña y no dejas de recibir tuppers con lasaña y más lasaña, hasta que quizá un día le cojes manía a la lasaña, en la insensatez de no reconocer que esas lasañas son muestras de amor sublime.
Y algo así me pasa con la cultura. La cultura suele unirse a aquello de la intelectualidad, a los libros, las artes escénicas, el conocimiento de materias y disciplinas, pero la cultura va mucho más allá, se ciñe al día a día, al costumbrismo, la cotidianidad y las tradiciones que tienes a mano.
No hace falta leer libros o ser experto en filosofía para adquirir cultura. Existe una cultura que nos impregna constantemente.
Existe una cultura que nos impregna constantemente, en el trabajo, la familia, el gobierno, la pareja, los amigos, las palabras y las conversaciones que se deslizan, los juicios que se escuchan y la inercia de lo que hacemos con nuestro tiempo. A veces, la vida obliga a la trinchera, si no tienes cuidado, esa cultura acaba decidiendo por ti, construye o destruye.
No he encontrado ningún pastel mejor que el de manzana. La tarta de manzana es como un mundo con sus islas y países. Ahí está la manzana: la reineta, la royal, la golden… Representando la humanidad, que al fin y al cabo no deja de ser siempre la misma, con diferentes sutilezas, pero, ay, cómo puede cambiar en función de los ingredientes, esas cremas, su canela, lo dulce, su jugo, su cocción y todos esos refugios que significan el hojaldre, el bizcocho, la filo o la quebrada…Las formas, los ingredientes, lo cambian todo. Y finalmente llega el molde, ese que libera u oprime, para ser de una manera u otra, tal como hace nuestro pequeño entorno con todo lo que engullimos en nuestro día a día.
En eso de la cultura y las tartas de manzana he aprendido mucho con el tiempo. Aún recuerdo como en la niñez guardaba el turno con atención para pedir un Píe de Manzana, sin tener ni puñetera idea de lo que era un Apple Píe, una Tatín, la Appeltaart o un Strudel.
Observar todas esas recetas de tartas y pasteles de manzana me provocan esperanza. Me entretengo observando las diferentes formas de cortar la manzana en pedazos, disfrutando de la lentitud que sucede en los boles, donde conviven los huevos, las harinas, esa pizca de sal y las lágrimas de limón, diferenciando, el cómo cada cual mezcla a su gusto y antojo, en cómo eligen el molde. Hasta entonces la apariencia es el caos, la mezcla de la vida, en una textura que incita a amasar, más placentera cuando es el tacto y por fin la esperanza… Ese momento en el que todo se trasforma, se asoman los brillos, lo esponjoso, y aparece todo lo que parecía que no podía ser, pero al final es. Porque en eso las tartas de manzana también son como la cultura, si los ingredientes están ahí, todo acaba brotando hacía fuera, de alguna manera, en algún momento, en algún lugar… Para lo bueno y para lo malo.
La suerte y casualidad inciden en el recorrido, porque no es lo mismo existir en una cultura que en otra.
A veces pienso en como esas familias, entornos o culturas cotidianas se convierten en las bisagras que pueden abrir o cerrar puertas y me entretengo en imaginar en cómo podríamos ser lo que somos, o lo que no somos, si nos convirtiésemos en otra tarta de manzana.
Curiosamente aún no he cocinado ninguna de esas recetas, seguro que algún día lo haré, mientras la música no deja de sonar, porque la música con la que se cocina importa. Por el momento, no dejo de comer tartas de manzana y pensar que no está mal la vida cuando te cruzas con alguien que ama la tarta de manzana… Al fin y al cabo, es el típico postre que cuando no quieres tomar postre dices: bueno, es fruta.