
La artista madrileña confirma con su cuarto disco una progresión que la sitúa entre los nombres imprescindibles de nuestra música popular.
No tenía todos los números, en principio, para ser el nombre más descollante de la familia. No tenía ni el bagaje ni el carisma de su hermana Estrella, ni tampoco las raíces con la tradición tan visibles como en el caso de su hermano Kiki. De hecho, pasaba bastante desapercibida en aquellas misas flamencas que su padre organizaba sobre las brasas del recordadísimo Omega (El Europeo, 1996), hace ya casi quince años, en aquella gira que pasó por las principales capitales españolas y por festivales como el FIB, donde coincidió con Leonard Cohen, el gran inspidador.
Pero Soleá Morente se está ganando, a base de trabajo, constancia, tesón y una ávida curiosidad, un puesto de privilegio en nuestra música contemporánea. Cada vez tiene más claro qué hacer y tambien cómo hacerlo.
Y lo cierto es que no era tarea fácil, menos aún cuando la sombra familiar se proyecta sobre sus propios discos, y ella la agita con lógico orgullo. Lo que podría ser una losa para ella, acaba siendo un formidable punto de partida. Si el año pasado sorprendió con un vitalista disco de rumba pop, Lo que te falta (Elefant, 2020), que ponía ritmo a un año aciago para las pistas de baile y cualquier clase de jarana, este Aurora y Enrique (Elefant, 2021) rinde un evidente tributo a la memoria de la relación de sus padres, y lo hace con todo aquello que hizo dela saga algo muy singular: el desdén por los purismos, la apertura de miras y de orejas, la inquietud inasequible al estancamiento.
“Este disco es una combinación perfecta de intuición y de cálculo, de duende y estrategia”.
Este disco es una combinación perfecta de intuición y de cálculo, de duende y estrategia, de aprendizaje pero también ya de cierta maestría. Soleá Morente empieza a atesorar un repertorio que es fruto de todo lo que escucha, de toda la gente de la que se rodea y de todo lo que ha ido asimilando en el último lustro, y aquí firma once canciones que dan buena cuenta de su valía como compositora, vocalista e intérprete. Como artista total, en resumen. Convenciendo al mayor de los escépticos.

Porque Aurora y Enrique, que es una carta de amor a sus padres y, por extensión, a toda su familia, y además empieza y termina con una canción dedicada a cada uno de ellos, es un compendio de sonoridades muy distintas, pero todas bien resueltas y unificadas por su personalidad, cada vez más arrolladora.
Hay hechizo acústico en la ensoñadora “Ayer”, hay dosis de electricidad oscura en una “Domingos” en la que se nota la aportación de Triángulo de Amor Bizarro, hay quejío planetario en una “Iba a decírtelo” que tampoco desentonaría en el mejor repertorio de La Bien Querida, hay dream pop a lo Beach House en “Yo y la que fui” o en “Fe ciega”, y hay tecno pop escueto y naïf, en conexión directa con la generación Z, en esa “Marcelo Criminal” que canta junto al músico murciano, de solo 24 años.
Todo lo que intenta le sale bien, señal de que acumula ya suficientes argumentos como para convencer a quienes aún dudaban de la solidez de su propuesta. Señal de su imponente estado de forma. Y lo mejor es que, a sus 36 años, aún se le intuye un recorrido en el cual lo mejor todavía puede estar por llegar. Seguro que sí.