
No hay muestras de acomodamiento ni de merma de inspiración en el nuevo trabajo del veterano músico, digna continuación del notable Sombrero roto (2019).
¿Cuántos músicos hay en nuestro país que lleven más de cuarenta años de carrera y aún regeneren su caudal expresivo con cada nuevo disco, encarándolos siempre como si fueran un nuevo desafío? ¿Conocéis muchos? Es más, ¿conocéis alguno que no sea el hombre que justifica este texto? Puede que hasta nos sobren los dedos de cualquiera de las dos manos si tenemos que enumerarlos.
Kiko Veneno (Figueres, 1952) entra de lleno en esa insólita categoría, porque lleva 44 años y más de 15 álbumes -entre los que firmó a su nombre, en colaboración o como integrante de Veneno- sin darle la espalda a la renovación de su libro de estilo. El suyo es un talento inconformista, por naturaleza.
Es de quienes se morirían de soberano aburrimiento si se limitaran a repetir tics, a reproducir trucos de viejo prestidigitador o a tocar tropecientas veces cada noche “Lobo López”, “Súperhéroes de barrio”, “Joselito” y toda la retahíla de canciones que prendieron su foco álgido de popularidad, allá por la primera mitad de los noventa, para complacer por la vía facilona al grueso de sus seguidores. Podría haberse dedicado a sestear sobre algunos de esos laureles. Pero no. Eso no va con él. No quiere aburrirse de sí mismo. La mejor forma de no acabar aburriendo al personal.
Él mismo ha dicho en alguna entrevista y en sus redes sociales que estas son las canciones más extrañas que ha facturado nunca. Y sentido, este Hambre (Elemúsica/Gran Sol, 2021) es un lógico hermano mellizo de su predecesor, el notable Sombrero roto (Elemúsica/Altafonte, 2019). No hay miedo a los tratamientos novedosos, a conjugar lo popular con la vanguardia, a merodear el balance entre lo electrónico y lo orgánico, a ser lo mismo de siempre pero también naturalmente distinto a todo lo anterior.

El concurso del productor Javier Harto (Antifan) también es clave para que estos diez cortes intriguen y atrapen desde su propia incomodidad. Es esa alergia al comfort lo que las hace tan atractivas. El triunfo del Kiko Veneno actual no es vender miles de discos, sino seducir desde la combinación de la vieja familiaridad (su dicción, su timbre, sus letras) y de la nueva extrañeza (los ritmos discontinuos, la aleación instrumental, los contrastes inesperados) que procura su producción reciente.
Tiene también cierta lógica que los nombres de Rosalía (a quien siempre elogia públicamente) y C. Tangana (con quien colaboró en su último disco y participó en su célebre Tiny Desk Concert) sean los que con más frecuencia emergen en cada nueva entrevista, porque la búsqueda de la raíz desde la confluencia de lo analógico y lo digital es también una constante en este disco.
Ya sea con los espasmos electrónicos y la acústica coda final del tema titular, con los ritmos quebradizos y los coros africanos de “Mujer volcán”, con las esquirlas de sonido urbano que desprende “Donde van” o con el atávico y negruzco quejío de “Madera”, absolutamente hipnótica. Otros momentos transmiten con mayor claridad y menos hojarasca el caudal de emotividad transparente que siempre le ha distinguido: es lo que ocurre en “Duele”, “Luna nueva” o “Estoy cansado”, las tres majestuosas, convincentes desde que se desperezan.
Será muy interesante comprobar de qué forma lleva estas canciones Kiko Veneno al directo, ya con banda, tras un año y medio durante el que apenas hemos podido verle en su formato más básico, con Diego Pozo “Ratón” a la otra guitarra acústica. Este disco merece que, siempre que los extenuantes rigores pandémicos y de toda clase -que tanto nos ahogan- lo permitan, no se escatime en recursos. Ojalá.