El genio californiano despachó hace justo treinta años una de sus grandes obras maestras, su definitivo opus como tahúr del subsuelo.
El sonido de la chatarra. Del desguace. El que crea el luthier postmoderno que se abastece de toda clase de material de desecho para crear oro. Pero también el viejo crooner nocturno.
El que se sentaba ante las teclas de su instrumento en la bohemia californiana de los años setenta para componer románticas letanías de perdedores y se excusaba diciendo que su piano había bebido demasiado. El que cerraba los bares.
Esos dos polos siempre han representado de forma fiel las dos facetas de Tom Waits, del mismo modo (pero cronológicamente a la inversa) que el monstruo del averno y el baladista al piano fueron puliendo los dos Nick Cave que conocemos.
Y ambas versiones estuvieron quizá más cerca que nunca de fundirse en el enorme Bone Machine (Island, 1992), el disco que este mismo año cumple treinta primaveras y resuena tan magistral como el día que vio la luz por primera vez.
El suyo es el sonido de las profundidades. Del subsuelo urbano. Una suerte de blues finisecular de un embrujo irremediable. Su garganta ya había adquirido esa textura de bourbon. De voz cascadísima, pero más creíble que nunca.
Su alianza con Kathleen Brennan (su mujer, vaya), estaba más que engrasada. Y la ingeniería de Tchad Blake, así como David Hidalgo (Los Lobos), Les Claypool y Keith Richards (The Rolling Stones) hicieron el resto.

Fue también el primer trabajo en el que Waits desplegaba un apabullante despliegue a la percusión. Su música era más rítmica que nunca. Pero no e la manera en la que la música con ritmo se suponía que debía sonar hace treinta años.
Andábamos por aquí abducidos con los fastos del 92, con las Olimpiadas y la Expo, también fascinados por el pujante rock alternativo y el boom de Nirvana, cuando el viejo tahúr de Pomona se sacó de la manga una de sus grandes obras maestras, de esas que no necesitan explicarse en un tiempo ni en un estilo concreto, porque juegan en su propia liga. Hasta su portada, diseñada por Jesse Dylan (sí, el hijo de Bob) es tan fantasmagórica. tan espectral, que podría haber salido de cualquier época.
Bone Machine (1992) conjugara fiereza y ternura, aridez y emotividad, y respondía al lenguaje propio e inimitable de un llanero solitario que seguía yendo por completo a su bola, delimitando los márgenes de un lenguaje personal e intransferible. Rolling Stone y Pitchfork lo incluyeron entre los sesenta mejores álbumes de los años noventa, y también figura en el famoso libro de los 1001 discos que debes escuchar antes de morir de Robert Dimery. En realidad, es inagotable.