La islandesa tocó el cielo con los dedos hace justo veinte años con un disco que hacía del intimismo digital todo un arte.
¿El último gran disco de Björk?
Han pasado casi veinte años. El 26 de agosto de 2001 se publicó Vespertine (One Little Indian/Elektra) en todo el mundo. El trabajo que finiquitaría su imponente tetralogía inicial, la que había empezado casi una década antes con Debut (One Little Indian/Elektra, 1993) y había continuado con Post (Polydor, 1995) y Homogenic (One Little Indian, 1997).
Más alta, más fuerte, más lejos. Cada nuevo paso por delante del anterior. (Casi) todo lo que cualquiera debería saber sobre el trayecto musical de la islandesa está en esos cuatro discos, por mucho que su carácter naturalmente aventurero la hiciera recalar en otros puertos hasta el día de hoy. Podemos discutir muchas cosas al respecto de su obra, pero no que los noventa -y un poquito más- no le pertenecieran.
Tradicionalmente explosiva e histriónica, con Vespertine hizo -también en lo musical- un magistral ejercicio de introspección y contención.
Tradicionalmente explosiva, propensa al gesto desmesurado, al histrionismo que se presta a imitaciones rumbosas, Björk hizo en este disco todo lo contrario a lo que hasta entonces se esperaba de ella: una inmersión en el recogimiento, en el sigilo, en la contención. Un reencuentro consigo misma, que milagrosamente conectó con millones de personas en todo el mundo. Una invitación a la reclusión. El triunfo de un intimismo que tenía sus razones. Y de bastante peso.
Su década había comenzado turbia. Complicada. Tiempo de mudanza. La dolorosísima grabación de Dancer In The Dark (2000) junto a un Lars Von Trier al que no querría volver a ver en su vida (más que reivindicable también su banda sonora del mismo año, Selmasongs, estupendo apéndice a su póker inicial de álbumes), el inicio de su relación sentimental mas estable, la que le unió al artista Matthew Barney hasta poco antes de la publicación de Vulnicura (One Little Indian, 2015) y el hastío ante la incesante rueda del negocio pop de altos vuelos.
Muchos pensábamos que ya había tocado techo, con el repertorio que ya acumulaba y exhibiciones escénicas como la que le vimos en Reading en 1995 o en el FIB de 1998. Pero no. Por cierto, que siempre me he preguntado si aquella noche de Benicàssim llegó a cruzarse con Goldie, quien había sido su pareja hasta dos años antes, y formaba parte del mismo cartel.
La celesta, el clavicordio, los instrumentos de cuerda y el arpa (cortesía de Zeena Parkins) fueron sus nuevos aliados. Y el laptop, su nueva religión. De los beats gordos a los beats minúsculos. Microscópicos. De los graves sísmicos a la minuciosidad de los clicks and cuts. Mucho se habló en su momento de la participación de los californianos Matmos como arquitectos sonoros del disco, pero lo cierto es que para cuando la islandesa contactó con ellos ya llevaba tiempo escuchando a Opiate y a Console, justificadamente acreditados como coautores en las fascinantes «Cocoon» y «Heirloom», respectivamente.
El trabajo de Matmos fue más de topping que de molde, además limitado a cuatro canciones, aunque claro que su huella se nota (llegaron incluso a frotar trozos de hielo ante los micros para alumbrar ese ambiente de gélido intimismo), y de hecho Vespertine sintonizó con una pléyade de músicos (el microhouse o house digital, sobre todo europeo, de Losoul, Isolée, Pan Sonic o Luomo) antes incluso de que se empezara a hablar de indietrónica.
El trabajo de rastreo de Björk en afluentes underground fue similar al que había llevado a cabo Madonna más de una década antes.
En ese sentido, el trabajo de rastreo de Björk puede que acercara al gran público (aunque la duda es más que razonable) buena parte de esas prácticas, que no eran precisamente pasto de grandes ventas, del mismo modo en el que Madonna había absorbido más de una década antes afluentes underground del italo y del house, con su vogueing y su apropiación incluso de códigos estéticos de la primera cultura hip hop.
Sea como fuere, el resultado fue como una mayúscula aurora boreal de sonidos y sensaciones a flor de piel, que en esencia ya había empezado a germinar con «All Is Full of Love», el corte que cerraba Homogenic (One Little Indian, 1997). Aquella había sido su semilla.
El misterio de «Hidden Place», el detallismo solipsista de «Cocoon», el estribillo floreciente de «It´s Not Up To You», la pasión desbordante de «Pagan Poetry», la reptante majestuosidad de «Sun In My Mouth», el irrebatible magnetismo de «Heirloom» o el derroche de emotividad de la preciosa «Harm Of Will» conducían al inconmensurable cierre que fue «Unison», hasta redondear una colección de canciones que fue como una deslumbrante crisálida cuyas formas nadie había podido augurar. La cúspide de su racha más fértil, sin duda. La que marcó época.