
Te contamos por qué vale la pena rescatar los estos discos magistrales de Caroline Rose, Blake Mills, Everything is Recorded, The Dream Syndicate o Nick Markham.
Los críticos no siempre tienen la razón. Si es que alguien puede arrogarse la paternidad de esa razón, claro. Que ya se sabe que, en cuestiones artísticas, las razones suelen ser siempre algo subjetivas, y tan volubles como consumidores hay en el mundo. A continuación os recomendamos cinco discos que, inexplicable e injustamente (al menos a criterio de quien esto firma, que también es un crítico falible, como todos), han pasado prácticamente desapercibidos en las listas de lo mejor del año que han ido publicando los principales medios.
1) Superstar, de Caroline Rose
Clama al cielo que el nombre de esta joven neoyorquina no recabe mi la mitad de la repercusión de la que goza cualquiera de las mujeres que están regenerando el tejido creativo del pop y rock norteamericano en los últimos años, como Angel Olsen, Phoebe Bridgers, Julien Baker, Soccer Mommy, Lucy Dacus, Sharon Van Etten, Waxahatchee o Stella Donnelly.
Su cuarto largo, además, lo tenía todo para dar el estirón. En ventas y en consideración crítica. Con mayor componente sintético, con más descaro si cabe, con canciones más pegadizas que nunca. Pero ni por esas. Si después de escuchar esta «Feel The Way I Want» no sentís unas ganas tremendas de poneros a bailar, aceptamos que nos presentéis la hoja de reclamaciones. Razón, aquí.
2) The Universe Inside, de The Dream Syndicate
Sí, lo reconocemos, hemos hecho algo de trampa aquí: apareció en la de Rockdelux (número 44 de 50, por los pelos). Pero poca más presencia tuvo este magistral nuevo disco de la veterana banda de rock norteamericana en los recuentos de 2020, tanto españoles como foráneos. Merecía más eco su forma de desafiarse a sí mismos y desafiar al oyente con un tratado de psicodelia en el que rock y free jazz copulaban a su pleno antojo.
Ya no solo por su audacia, poco común en músicos de su edad y trayectoria, que también, sino (sobre todo) porque su atmósfera surreal describió, sin pretenderlo y con precisión, la pesadilla colectiva en la que nos íbamos sumiendo todos cuando tuvimos que confinarnos en casa y dejar las calles vacías. Todo un trip. La mejor forma de drogarse sin tomar drogas.
3) Second Coming, de Nick Markham
La heterodoxia, la mezcla de estilos, cotiza al alza entre quienes eligen lo más granado de cada ejercicio. Pero si eres un británico excéntrico con residencia en Mallorca, que solo se molesta en publicar discos cada diez años y en un sello de Utiel (València), la cosa se pone más fea. Estás cumpliendo todas y cada una de las penalizaciones con las que te puede mortificar este presente en el que, si no estás cada semana reclamando atención en las RRSS, no eres nadie: falta de continuidad, deslocalización, desarraigo, nula trazabilidad…
Y es una lástima que así sea, porque lo nuevo de Nick Markham debería hacer las delicias de cualquier fan de Pink Floyd en su era Syd Barrett, los Beatles más psicodélicos o el Bowie más barroco. Una colección de gemas pop a desenterrar.
4) Mutable Set, de Blake Mills
Llega un momento en la vida de cualquier secundario de lujo que es como una revelación (y también rebelación), un punto de inflexión en el que se postula como claro aspirante a igualar o superar los méritos de sus clientes. Blake Mills es un productor californiano, ganador de un Grammy, que ha trabajado para Lana del Rey, Norah Jones, Weezer, Kid Rock, John Legend o Perfume Genius.
Pero los discos que firma a su nombre – este ya es el cuarto – le acreditan como uno de los mejores artesanos pop de nuestro tiempo. Sus canciones son sutiles, delicadas, detallistas. Requieren ese tiempo que a veces no nos concedemos ni a nosotros mismos. Vale la pena (y mucho) que se lo prestéis.
5) FRIDAY FOREVER, de Everything is Recorded
Servidor confiesa que esperaba que este disco apareciera en la mayoría de las listas. Al final, me cuesta recordar si está siquiera en alguna. Y sorprende porque el segundo álbum de este productor y empresario discográfico británico, capo de XL Recordings (el sello de Adele, Thom Yorke o The xx) es lo más parecido que hay hoy en día a aquellos álbumes de Massive Attack en la década de los noventa: multiculturales, frondosos, repletos de misterio y de colaboraciones de postín, que siempre suman sin desvirtuar su esencia.
Un retrato sonoro fiel del mood que debía emanar de una tarde noche de viernes cualquiera en el Londres prepandémico, que huele a hip hop, sonidos caribeños, electrónica, r’n’b o jazz. Un fascinante disco bastardo que, quizá por ver la luz en la peor fecha posible (principios de abril de 2020, cuando el mundo entero estaba pendiente de un asunto mucho más relevante) ha pasado bastante más desapercibido de lo que (sin duda) merecía.