
La joven cantautora de Atlanta delega en las enseñanzas folk de los años setenta del siglo pasado en un segundo disco que bien puede alinearse con lo último de Taylor Swift o Lana del Rey.
Bucólico, pastoral, intimista. Es fácil caer en el recurso de epítetos tan manidos a la hora de calibrar lo nuevo de Claire Cottrill, la joven que con su disco de debut, Immunity (Fader, 2019), se erigió en nombre primordial de la generación Z.
La de Atlanta tiene solo 22 años, y la práctica coincidencia de su reválida con la de Billie Eilish, aunque desde presupuestos estéticos algo lejanos, invita a trazar comparativa entre el ya amplio trecho recorrido por ambas. Es tentador, claro. Obliga a orientar el radar sobre una hornada que quema etapas a la velocidad de la luz. Y en el caso de Clairo, el giro es (desde luego) más radical, aunque no tan convincente una vez escuchados con atención sus once cortes.
Ni rastro hay aquí del r’n’b sinuoso de su debut. Ni de los bajos graves. Ni de las voces tratadas. Ni de los beats subyugantes. Todo suena mucho más clásico. Más en baja fidelidad. Más canónico, si nos atenemos a la forma en la que la década de los setenta del siglo pasado se filtra a través de sus nuevas canciones. Diríase que si Billie Eilish ha logrado somatizar algunos de los modismos de Peggy Lee, Julie London o Billie Holiday, tal y como reza su acertada literatura promocional, Clairo ha hecho lo propio con Joni Mitchell o Carole King.
Han pasado para ella solo dos años de vida, pero todo un mundo en términos de fijar su discurso. Ahora suena como una A Girl Called Eddy en clave veinteañera, ahormando aquella hechura a un talento quizá demasiado joven como para haber vivido todo aquello sobre lo que canta (hasta la maternidad asoma).
Recuerda también mucho a la forma en la que Weyes Blood reformula aquel leve manto soft pop de filiación setentera. Y se alinea, aunque desde una perspectiva propia, con lo último de Taylor Swift y Lana del Rey. Por algo produce el ubicuo Jack Antonoff, prácticamente el rey Midas de la producción pop más excitantemente joven de la última década.

Simplificando mucho, podría decirse que Sling (Fader/Republic/Interscope, 2021) es un disco que descansa sobre dos ejes: el piano (y ese teclado wurlitzer que imprime sesgo inequívocamente vintage) y la guitarra acústica. En función de uno o de otro van deslindándose sus canciones, abogando bien por la torch song con cierto sostén rítmico o bien por el folk intimista.
Y en ambos registros emergen los arreglos de cuerda y de viento. Delicadamente situados, en consonancia con unos textos que versan sobre inseguridades, prejuicios sexistas, servidumbres de paso que comportan la popularidad y una madurez ciertamente precoz. Clairo estuvo a punto de abandonar el negocio hace bien poco, o al menos eso dijo. Demasiada presión.
En el primer cajón, el de los temas que van creciendo ante el piano, destacan “Bambi”, “Amoeba” (con arreglos muy Steely Dan), “Wade”, “Harbor” o “Jeanie”, cuyos cambios de ritmo son de lo más estimulante. En el segundo, el de las texturas acústicas, una confesional “Blouse” que cuenta con Phoebe Bridgers y Lorde a los coros, una “Just For Today” que cicatriza la tentación fatal del suicidio (sí, en esas estamos, o estuvimos), una “Reaper” que parece apropiarse de la punzante sensibilidad de Elliott Smith o una “Zinnias” cuyo arranque remite a los arabescos de Belle & Sebastian aunque su desarrollo acabe evocando la inevitable sombra de Joni Mitchell.
Clairo revela madera de artista de fuste, de las que saben canalizar emociones bien íntimas y cuitas sentimentales en un caudal creativo que sabe (re)leer a los clásicos para imprimirles la pátina de quien está muy lejos aún de avistar siquiera el ecuador de su vida. Hay frescura en su forma de escribir, componer y registrar. La lógica de quien tiene prácticamente todo por delante. Este, su giro reciente, es más formal que de fondo. Y aunque tampoco estemos hablando de un trabajo sobresaliente, un trayecto como el suyo, con tanto y tan jugoso vaivén en tan poco tiempo, invita decididamente a no perderle la pista y a disfrutar (mucho) por el camino.