
La joven estrella californiana convence con un Happier Than Ever que redimensiona e incluso supera todo lo que ya apuntó su singular álbum de debut.
Una estrella de nuevo cuño, absolutamente ligada a tiempos tan inciertos, borrosos e inestables como estos, brotó con Billie Eilish. Opuesta a la imagen hipersexualizada de la vasta saga de émulas contemporáneas de Madonna, proclive a visibilizar sus demonios personales e inseguridades con la cándida transparencia de quien aún no ha abandona del todo la adolescencia e impresionando al oyente mediante pequeños hitos en forma de canciones que tenían mucho más que ver con la implosión que con la explosión. No la imaginamos en 2011. Ni en 2001. Ni en 1991. Es un producto genuino del último lustro.
Todo aquello fue When We All Fall Asleep, Where Do We Go? (Darkroom/Interscope, 2019) y su enorme onda expansiva. De ser una perfecta desconocida a lograr que su concierto del Poble Espanyol de Barcelona de hace dos años tuviera que trasladarse al Palau Sant Jordi para satisfacer la demanda y que el Wizink Center madrileño doblase su aforo para hacer lo propio. En cuestión de unos meses. Hace un par de años. Había fenómeno, y se desarrollaba al margen de cualquier augurio mediático o de cualquier predicción de mercado. Como suele ocurrir en los últimos tiempos con tantas cosas.
Por grande que sea el rédito económico, no debe ser fácil estar dentro de la cabeza de la joven estrella norteamericana. Las grandes figuras del pop de ahora se ven obligadas a crecer en público, que diría Lou Reed, así ha sido toda la vida, pero ahora además a hacerlo sometidas a un ritmo vertiginoso porque nos enteramos de todo su día a día a través de las redes sociales.
A diferencia de lo que ocurría hasta aquellos años ochenta (y también en los noventa) cuya relación entre músicos y fans tan bien reflejó el periodista Fred Vermorel en el libro Starlust. Las fantasías secretas de los fans (Contra, 2021). Cuando el misterio que opaca la privacidad de los astros ya no existe, ¿qué es lo que nos queda? ¿Qué les queda a ellos? Es más: ¿Cómo se sobrelleva esa presión añadida con la mayoría de edad apenas rebasada? ¿Cómo se dialoga con la realidad cuando esta ya sabe todo lo que bulle dentro de tu cabeza?

La carga que suponen las expectativas ajenas, la llaga que puede supurar al saberse espejo de miles de jóvenes psiques atenazadas por sus trastornos psíquicos particulares o el hartazgo ante las construcciones mentales (esencialmente masculinas) que proyectan una previsible imagen de la celebridad pop femenina podrían haber sido para ella tres factores paralizantes. Pero no. Nada más lejos de la realidad. Ni rastro de miedo al vacío.
Happier Than Ever (Darkroom/Interscope Records, 2021) no solo ratifica muchas de las virtudes que hicieron de Billie Eilish la estrella más singular de la galaxia pop: también amplía el foco al que se encaminan sus potencialidades, recoge un mosaico mucho más diverso aún de sus capacidades y se permite el lujo de no tener que delegar en muchos de los trucos de su debut. Ahí está el fabuloso trabajo de producción de su hermano Finneas, un hombre que empieza a reclamar trono propio, pero las herramientas de seducción no son exactamente las mismas.
Ya no priman aquellos subgraves sísmicos, ni gobiernan por mayoría absoluta aquellos susurros tan cavernosos ni campan por sus anchas aquellas telarañas que ensombrecían cada esquina de unas estancias poco ventiladas. La californiana no contempla atajo alguno en su camino al intelecto y la víscera del oyente, en absoluto. Lo que hace es dotar a su característico minimalismo sonoro de una sensualidad y unas gotas de clasicismo (que no mimética regresión) que amplían su gama de tonalidades, como si se tratara de una transición entre el blanco y negro o los tonos ocres a algo parecido al cinemascope.
Late el pulso de Billie Holiday en “Lost Cause” y el de Julie London o Peggy Lee en “Haley’s Comet”, enamora la dulce cadencia de “Billie Bossa Nova” e incluso sorprende la luminosidad de una “my future” que empieza como una balada y deviene en medio tiempo casi de yacht rock, porque Billie Eilish ha aprendido -en un tiempo récord- a mostrar sus fortalezas y sus vulnerabilidades, sus heridas de guerra y sus justificados reproches, logrando que su repertorio se empape de luz, esperanza y vitalidad. No por un ingenuo brote de fe en la condición humana sino por una abrumadora confianza en sí misma. Que es algo que se parece bastante, pero no es exactamente lo mismo
Tenemos Billie Eilish para rato. Y con las reglas que ella misma va dictando. Sin complejos, componendas ni asomo alguno de autocomplacencia.