
En mi móvil tengo un álbum con más de 300 fotos, el álbum se llama Books. Sí, libros. Tengo un problema y me temo que no soy la única. La lista no deja de crecer y tengo la total seguridad de que no hay vida para tanto libro.
Antes andaban apuntados en papeles y en alguna libreta. Eso tenía una ventaja. También una pena: de vez en cuando se perdían. Pero ahora los libros permanecen ahí, tras el ansia humana, aumentando las posibilidades de que jamás sean leídos.
Acabo de leer la noticia de la muerte de Alfonso Riudavets, que dicen que es el hombre que más libros ha vendido del mundo. Alfonso regentó una caseta en la famosa Cuesta de Moyano de Madrid. Yo no sé muy bien cómo se puede calcular eso de que alguien haya vendido más libros que otro en el mundo, porque el mundo es inmenso. Pero, desde luego, desde que en 1949 comenzó en ese oficio, muchos serán los que vendió, y ni uno solo online. Y para eso seguro que hay que amar bien a los libros y haber leído unos cuantos. Confío en que reposará bien sobre esas letras.
Muchas voces del sector editorial coinciden en que se publican demasiados libros, muchos más de los que se leen. Yo creo que ahora leemos más que nunca, pero el problema es lo que leemos. Nos pasamos la vida leyendo whatapps, e-mails, titulares, soft news, memes y demás textos, a veces de poca monta.
Nos hallamos en la era del cansancio ocular, que a menudo vacía las almas.
De la manía de recabar libros, pienso que es útil. De alguna manera, me reconforta contar con esa estantería figurada rebosante de historias y vida, poseer un gran catálogo del que elegir sobre lo que ya has elegido, para que nada se pueda escapar, aunque sepas que todo se escapa. Saber de la existencia de algunos libros abre conocimientos y anida posibilidades de que las cosas sucedan, como esos pensamientos de otras cosas de la vida que colman mundos internos.
Regresando a la lista, me acuerdo de un hábito que aún conservo. En la infancia, una de las primeras lecturas que me entretuvieron era la sección de cine de una cartelera: pasaba el rato leyendo las sinopsis. Las sinopsis, si están bien escritas, son mucho mejor que los trailers, que muchos te destrozan la película. Por aquel entonces estaban abiertas unas salas que se llamaban salas X y también se incluían las sinopsis, por supuesto todas similares y anodinas. También solía visitar los videoclubs para disfrutar de esas lecturas, a pesar de que no tenía vídeo. Aunque esa es otra historia…
Cuando tengo oportunidad repaso la lista con delicadeza y me dispongo a visitar una librería para adquirir algunos de los tesoros. Allí siempre acabo descubriendo algún otro tesoro. Tengo algunas fijas, pero siempre me gusta visitar nuevas… Descubrir una librería auténtica es como aterrizar sobre todos los continentes del mapamundi al mismo tiempo sin moverte del sitio.
Las librerías son espacios repletos de letras escritas en soledad que regalan refugio y compañía.
He tenido buenas experiencias en las librerías. Aquel día en que al salir del trabajo descubrí que se podía tomar café en la librería Laie de Pau Clarís en Barcelona; aquella primera vez en la Babel de Palma de Mallorca en la que pude macerar las letras con vino en su parisina terraza; la búsqueda en los estantes de Mapas y Compañía de Málaga y tantas otras. En las librerías puedes coincidir con personas de esas que hacen mejores los días.
Una vez tuve un día en el que coincidí con Noelia y Constantino. Noelia, además de ser editora, pasa sus días seleccionando cuidadosamente libros, y Constantino los mima y los vende además de escribirlos. Salí de allí con libros de los dos, ambos trabajan en la maravillosa librería de uno de los museos más importantes de España. Otro día conocí a María que con las letras tatuadas en las ilusiones me recomendó de manera certera algunos títulos que disfruté y me contó que el nombre de su librería en Madrid viene de una canción que le gusta mucho.
En las librerías suceden pasiones y ya se sabe que las pasiones, afortunadamente, se pueden contagiar.
Cuando acudo a una ciudad siempre intento visitar sus librerías y bibliotecas. Conozco tan solo un pequeño retal de lo que existe, pero así he descubierto espacios maravillosos en Londres, Oporto, París, Estocolmo, Amsterdam y otras ciudades, como la impresionante Staatsbibliothek zu Berlin de Hans Scharoun, que nos regaló esa maravilla de escena (diálogo y anciano narrador incluido) en la obra maestra El cielo sobre Berlín de Wim Wenders.
La relación que cada cual entabla con la lectura es íntima y personal. Existen hábitos que conquistan lo estival y acaban siendo aniquilados por las rutinas de lo cotidiano, convirtiéndose en amores de verano, porque la vida cansa y otros acaban siendo la compañía de una vida entera.
Los libros habitan un tiempo al margen de este tiempo: no lo tienen fácil, ocupan espacio y cuestan dinero. Aún así, yo aún no he sucumbido a lo digital.
Me gusta el aroma del papel y el abrazo nocturno que una tapa blanda puede ofrecer. Tener apilados los lomos al costado de la almohada, y observar la curiosa amalgama de lo que puede coincidir, como si de un jardín salvaje se tratase, en el acto de agarrar en lo dispar el apetito que ofrezca el ánimo de la noche.
También comprobar cómo pueden llegar a convivir en esa pequeña mesa Kandinsky, Bradbury, Lauire Colwin, Sally Rooney, Trueba o Tallón. Y experimentar cómo de repente llega uno nuevo que devoras en un tris tras o algunos pasan ahí largas temporadas porque al releer sus páginas hallas alivio, como me pasa con el El elogio de la sombra de Tanizaki Junichirō, que relata de manera minuciosa el significado y la belleza de las sombras en Japón.
Entre las últimas incorporaciones a ese álbum en el móvil están Las horas han perdido su reloj – Las Políticas de la Nostalgia de Grafton Tanner (Alpha Decay); Correo Literario de Wislawa Szymborska (Nørdica Libros); Estado de Malestar de Nina Lykke (Gatopardo Ediciones) o Un Día en la Vida de Pau Roca (Aguilar), que además de escribir toca muy bien la guitarra en La Habitación Roja. Estoy segura que algunos de ellos caerán en mis pupilas.
Mi herencia materna consta de unos 3.000 libros. El último libro que mi madre me regaló fue El infinito en un junco, de Irene Vallejo (Siruela), curiosamente un libro que cuenta la historia de los libros. Un regalo acertado y precioso que reconozco que aún no he podido leer, lo aplazo para un momento especial, como otras cosas que aplazamos de la vida y no queremos hacerlo… pero lo hacemos.