
Michael K. Williams, encontrado ayer muerto en su casa de Nueva York, dio vida en The Wire a un personaje a la altura de cualquier leyenda del rap.
Se movía con parsimonia. Con templanza. Sin pestañear. Sin el menor asomo de nerviosismo. Como aquel Ghost Dog que sedujo a medio mundo en 1999 a las órdenes de Jim Jarmusch, encarnado por Forest Whitaker. Le gustaba Nas, 2Pac, Jay Z, Mary J. Blige, Common, Lauryn Hill o Biggie Smalls. Así eran sus playlists. Así era la música que le gustaba, y de hecho se movía por las calles con la misma sobrada donosura que algunos de sus ídolos musicales. Con el mismo porte vacilón. Como una puta estrella del rap. Por algo también había sido bailarín.
The Wire, una de las mejores series de la historia de la televisión, emitida entre 2002 y 2008, no hubiera sido lo que fue sin su aportación. “It’s All In The Game”, decía en ella. Todo está en el juego. Y él tenía la virtud de cambiar las reglas de ese juego. Como solo las grandes estrellas. Al menos, eso nos hizo creer, en un trabajo de interpretación mayestático.
Se suele argumentar que la duración, kilométrica en muchas ocasiones (siete, ocho o nueve temporadas en años sucesivos) de muchas de las series de las últimas dos décadas favorecen la amplitud de registros de sus actores, el carácter poliédrico de sus protagonistas, la multitud de registros y de complejidades que tan solo con un pequeñísimo gesto pueden sugerir al espectador, siempre y cuando detrás haya un actor de fuste, claro.
Y en ese sentido, el personaje de Omar Little en The Wire era modélico. Era como un malo bueno. O un malo con principios, que viene a ser lo mismo. Un villano que no actuaba por capricho, sino por un raro concepto de la justicia social en el gueto. Un matón que nunca disparaba al tuntún. El único personaje que infundía un respeto sepulcral hasta en los más viles asesinos y narcotraficantes de la serie que dirigió David Simon en las calles de Baltimore.
El de Omar fue el gran papel de Michael K. Williams (1966-2021), encontrado ayer muerto en su apartamento de Brooklyn, por causas que no han trascendido. Con solo 54 años. Al margen de The Wire, dejó su impronta también en The Boardwalk Empire y The Night Of. Pero nada comparable a su trabajo en la serie rodada por David Simon en los suburbios más turbios de Baltimore. Fue el suyo un rol de combustión lenta, como la propia serie, de esas a las que quizá por su reparto coral y su ausencia de efectismos cuesta engancharse en un principio (a veces parece como si no ocurriera nada extraordinario), pero una vez lo haces, ya no hay forma de dejarla de lado.
El personaje de Omar Little desconcertaba. Era como un Robin Hood moderno. No le temblaba el pulso a la hora de activar el gatillo, pero solía robar a los peces gordos del narcotráfico y siempre lo hacía movido por una rectitud sui generis que tenía un algo de espiritual, pese a su vida ligada a los bajos fondos, a la calle, al vivir con lo puesto.
No se movía por dinero, ni por codicia, ni por acumular lujo ni riqueza. Era una versión nuevo siglo de los protagonistas de aquellos westerns de los años cuarenta y cincuenta del siglo pasado. Un francotirador solitario, enfrentado al mundo. Sin familia, sin amigos, sin peajes, de esos que no le tienen miedo a nada porque dan por hecho que nada es lo que tienen que perder. Un personaje inolvidable, sin duda, historia de la pequeña pantalla.