
Produce vértigo recordar cómo eran aquellos discos de hace tres décadas años que eran fruto de la angustia vital ante una edad, los 30 años, que ahora nos parece muy temprana.
Los cincuenta son los nuevos cuarenta. Y los cuarenta son los nuevos treinta. Seguro que habréis oído esto más de una vez. Los plazos vitales se alargan, la emancipación se demora hoy en día lo que no está escrito, y la juventud es ahora más un estado mental que una mera condición física. Pero hubo un tiempo en el que no fue así. Y no queda tan lejos, si lo pensamos con detenimiento. No se trata de que nos pongamos a mirar fotos de cómo vestían nuestros abuelos, no. Basta con echar un vistazo a nuestra colección de discos.
El pop, el rock, la música popular, nos recuerdan lo rápido que antes se consumían las fases vitales. En apenas un lustro, un hatajo de veinteañeros (los Beatles, los Clash, los Smiths) podía experimentar lo que difícilmente ninguno de nosotros vivirá en décadas. Pasados los treinta años, podían escribir un master: sobre la vida, las drogas, el alcohol, las relaciones de pareja y cómo manejarse en su industria. Los estilos musicales se sucedían a la velocidad de la luz.
Se encendían, se apagaban y renacían en ciclos que ahora mismo nos parecen un abrir y cerrar de ojos. En este último año y medio, en el que el mundo parecía detenerse por completo, en el que el parón de la industria de la música en directo (entre otras muchas industrias) nos hizo refugiarnos en la nostalgia de tiempos más amables y en aquellos discos que tanto nos marcaron cuando éramos más jóvenes e impresionables, ha cundido el recuerdo de unos cuantos discos que fueron gestados –y ahí está la gracia– cuando sus artífices veían los 30 años como la antesala a la madurez. Quién lo iba a decir.
“Pasados los treinta años, los músicos de finales de los años ochenta podían escribir un master sobre lo que era la vida: las drogas, el alcohol, las relaciones de pareja o cómo manejarse en la gran industria del disco”.
Canciones y discos que fueron creados cuando cumplir los 30 años suponía aceptar los peajes de la madurez: el matrimonio, la vida en pareja, las primeras pérdidas de seres queridos, la nostalgia, la profesionalización y su rutina… lo que Faith No More denominaron, en una de sus canciones, como “Midlife Crisis”, cuando su líder Mike Patton apenas sobrepasaba los 24 años (era 1992) pero ya empezaba a ironizar sobre el asunto. Bruce Springsteen experimentó esa crisis de los treinta cuando compuso las canciones de The River (1980), y lo mismo le pasó a Robert Smith cuando gestó el Disintegration (1989) de The Cure, a New Order cuando hicieron Technique (1989) o a los Pet Shop Boys cuando despacharon Behaviour (1990).
Cómo ha cambiado todo desde hace treinta años, la verdad. Habremos ganado en longevidad, desde luego. En calidad y esperanza de vida. Pero, como melómanos, y con tanto complejo de Peter Pan como nos rodea, también empieza a echarse de menos aquel precoz arrojo que muchos músicos emblemáticos tenían para conjurar las peores pesadillas de su inminente madurez vital y tramar con ellas discos urgentes, adictivos, magnéticos, que –en cierto modo– nos advertían de todo lo que estaba a punto de cernirse también sobre nosotros. De que la vida, como decía Gil de Biedma cuando constató que no sería joven para siempre, iba en serio.