Las imágenes de celebración del fin de semana han levantado ampollas en las redes sociales, mientras quitamos hierro a otras concentraciones masivas y olvidamos el contexto y hasta nuestra propia juventud.
Veo las fotos y los videos del pasado fin de semana, y lo primero que siento es estupor. Cientos de jóvenes en el centro de nuestras ciudades, improvisando un multitudinario botellón, muchos de ellos sin mascarilla y sin noción alguna de lo que es la distancia social. Contengo la respiración. Pienso. Intento ponerlo en contexto. Pensar si hay margen para relativizar. Cada vez sé que sé menos cosas.
Y lo segundo que siento, pasados unos minutos, ya no es exactamente lo mismo. Tengo 47 años, y reconozco que – cuando tenía entre 20 y 30 – he hecho cosas bastante más incívicas. Me ahorro los detalles. Y me hago la pregunta que todos los que contemplamos la vida desde una cierta edad deberíamos hacernos: ¿estaría yo mismo ahí, en las calles y con esa actitud, si en lugar de 47 años tuviera ahora mismo 18, 20, 22 o 26? Y por mucho que lo pienso, no sé responder con un sí o con un no. No lo termino de ver claro.
No se trata de justificar comportamientos poco solidarios, en nada edificantes. Es más, si llevamos más de un año sacrificando aspectos de nuestra normalidad que nos parecían irrenunciables, ¿qué sentido tiene contribuir a echar todo ese esfuerzo por la borda justo cuando el final del túnel está ya tan a la vista? ¿Merece la pena arriesgarse a morir ahogados en la orilla? Produce escalofríos escuchar los testimonios de sanitarios que, desde las UCIs en las que trabajan, escuchaban la algarabía y el griterío de estas celebraciones el pasado sábado, como contaba Carles Francino en una conmovedora intervención en la radio. ¿Tiene algún sentido?
Quizá antes de juzgar todos deberíamos hacer ese ejercicio de empatía al que nadie está dispuesto y preguntarnos qué habríamos hecho nosotros de estar en su lugar.
Dicho esto, este mismo fin de semana hubo una masiva manifestación de seguidores del Valencia CF en las calles de la capital valenciana, igual de ruidosa. Nadie puso el grito en el cielo. Tampoco ha generado apenas indignación la imagen de varios responsables políticos del Partido Popular, bailando en corrillo hace una semana ante la sede de su partido en la calle Génova, comportándose exactamente de la misma forma en la que se le afea la conducta a cualquier grupo de ciudadanos, por un mínimo sentido común, desde hace meses.
Hay un cierto paternalismo condescendiente, que estigmatiza por sistema las actitudes de los más jóvenes en comparación con otros comportamientos similares, y que bulle de lo lindo en las conversaciones de redes como facebook, lógicamente. Aunque también hay quien no lo ve exactamente así.
No es lo mismo vivir todo esto desde la perspectiva de la mediana edad, o incluso de la infancia, que desde la adolescencia, desde la primera juventud – que viene a ser una eterna post adolescencia en este país de peter panes a su pesar – o desde la tercera edad. Son los últimos quienes sienten que la vida se les está escurriendo entre los dedos y que llevan perdiendo un año que ya no van a recuperar.
Unos, porque nunca van a volver a tener esa edad en la que todo es descubrimiento, sensaciones novedosas, ganas de comerse el mundo a bocados y de experimentar con la máxima intensidad todo aquello que ya no te atreves a volver a probar cuando tienes conciencia real de lo que es la muerte. Tener entre 15 y 25 años y pensar que eres indestructible es todo uno. Ni reparas en que todo, hasta nuestras propias vidas, tiene un límite, pero al mismo tiempo lo vives todo como si no hubiera un mañana. Como si cada día fuera el último. Es su gran paradoja.
Otros, precisamente por todo lo contrario: porque tienen tan presente el final de sus vidas, lo perciben tan cercano, que ver consumirse los días sin el contacto con sus seres queridos es como un castigo que, tras una vida de abnegaciones y generosidad, no merecen. Seguramente ellos menos que nadie. Ya vivieron una realidad en blanco y negro que nadie querría para sí.
Entre todos hemos creado una sociedad cada vez más presentista y desmemoriada. También más egoísta e infantilizada. Obviamente, las imágenes que hemos visto este último fin de semana no representan a toda nuestra juventud. Pueden ser cientos, quizá miles, pero seguramente sean muchos más quienes optaron por no contribuir al ruido. Aún así, si se amplía el foco, cuesta lo suyo culpar de forma rotunda a quienes celebraron el fin del estado de alarma bailando la conga, meneando el culo al ritmo de una batucada o cantando el clásico «El muerto vivo», que popularizara Peret, por muy poco ejemplar que nos pueda parecer su conducta.
Entre todos estamos creando una sociedad más presentista, desmemoriada, egoísta e infantilizada, y si ampliamos el foco quizá no sea tan fácil culpar a quienes celebraron el fin del estado de alarma bailando la conga o meneando el culo a ritmo de una batucada.
¿Están nuestras sociedades procurándoles un porvenir? ¿Tienen algún ejemplo a seguir entre quienes están al volante, sobre todo cuando el populismo de bocata de calamares hace estragos e identifica la libertad con el hacer lo que a cada uno le venga en gana sin reparar demasiado en la salud colectiva, no vaya a ser que nos muramos antes de hambre que de covid? ¿Hay algún horizonte para la mayoría de ellos, más allá de la precariedad crónica, los trabajos basura y la concatenación de crisis económicas que ya casi parecen sistémicas?
¿Hay algún modelo productivo al margen del turismo de sol y playa, de los curros de temporada sirviendo copas, jarras de sangría y paellas precocinadas? ¿Alguna alternativa a cumplir los 30 bajo techo paterno? ¿Aún de verdad nos extraña que tantos jóvenes se estén buscando por su cuenta y riesgo nuevos cauces de expresión, nuevas vías creativas, nuevas formas de expresar esa desazón vital que nosotros – por suerte – no tuvimos que vivir a su edad?
Pidámosles responsabilidad, por supuesto que sí, tal y como hicieron nuestros padres con nosotros cuando éramos unos imberbes descerebrados. Que parece que algunos nunca hayan sido jóvenes en su vida. Pero antes de reprobarlos en masa, haríamos bien en hacernos todas estas preguntas. Y darnos un par de minutos para pensar.